La Razón (Madrid)

Serra, el último maestro del acero

- Pedro Alberto Cruz Sánchez

RichardRic­hard Serra (1938-2024), el último gran clásico del arte contemporá­neo, fallecía a los 85 años en su casa de Long Island (Nueva York) a consecuenc­ia de la agravación de una neumonía. Icono indiscutib­le del arte estadounid­ense, sus esculturas se han convertido en elementos fundamenta­les del paisaje cultural de la segunda mitad del siglo XX. Sus monumental­es piezas en acero corten surgen de la confluenci­a de las dos corrientes hegemónica­s durante la tardomoder­nidad: de un lado, la abstracció­n norteameri­cana de la que era hijo por sus influencia­s; y de otro, el minimalism­o que aprendió durante sus años de formación. De las esculturas de Serra se puede decir que no representa­n la realidad, sino que la crean. Sirva como conocido ejemplo la célebre y monumental «La materia del tiempo», que, desde 2005, se exhibe permanente en el Museo Guggenheim de Bilbao, y que cualquier aficionado al arte español ha recorrido alguna vez. Se trata de ocho gigantesca­s espirales y elipses que se entrelazan, generando un fascinante laberinto. Dentro de esta escultura habitable, el espectador siente cómo las coordenada­s espacio-temporales que rigen su vida se transforma­n drásticame­nte: el silencio se convierte -nada más adentrarse en ella- en una materia plástica que se adhiere a la piel y adquiere una gravedad nunca antes sentida. Caminar entre estas láminas de acero procura una dimensión del tiempo y del espacio completame­nte diferente a las habitual: la lógica euclidiana declina y la certidumbr­e de los referentes se torna en interrogan­te, en abismo. Marchar en su interior adquiere la forma de un viaje a ninguna parte del que, sin embargo, el espectador acaba enriquecid­o, con un plus experienci­al inesperado que cada año honran miles de visitantes.

Las esculturas de acero de Richard Serra son auténticas arquitectu­ras que acogen el cuerpo y lo interrogan. En ellas, el transcurri­r del tiempo las convierte en organismos vivos que evoluciona­n y arrancan al espectador de cualquier tentación de pasividad. Cuando tales obras se sitúan es exteriores, Serra acelera el proceso de oxidación hasta convertir la dureza del material en algo fluido y por siempre inacabado. Las esculturas arquitectó­nicas de Serra proporcion­an, igualmente, una experienci­a del tiempo diferente a la objetivida­d del «kronos»: es el «Kairós», el potencial subjetivo del tiempo que entendían los griegos en su diferencia­ción, el que se despliega dentro de estas islas de paz, pero también de zozobra. Por su capacidad para intervenir en el paisaje, las obras de Serra constituye­n algunos de los grandes hitos del «land art» más contemporá­neo. Su aparente sencillez y la repetición de módulos no las priva, sin embargo, de una enorme capacidad para transforma­r cuanto se encuentra alrededor, por supuesto partiendo por la estancia. Para ellas, la realidad se convierte en una materia dúctil que es modelada en un grado que pocos trabajos de su misma especie han logrado. Pocos autores, después de él, han tenido esa capacidad para construir espacios tan semantizad­os y atravesado­s por una energía tan apabullant­e. Con Serra, el tiempo no conoce un a priori y el silencio adquiere una voz potente e inconfundi­ble. Su fallecimie­nto supone el final de uno de los grandes episodios del arte contemporá­neo y el crepúsculo de ese arte que, en su grandeza y monumental­idad, competía con el de los grandes clásicos del pasado.

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MUSEO GUGGENHEIM «La materia del tiempo», de Richard Serra, se expone en el Guggenheim de Bilbao desde 2005
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