La Razón (Madrid)

Las Navas de Tolosa: la batalla campal que cambió para siempre la historia de España

Francisco García Fitz actualiza la llamada «batalla del castigo» con las investigac­iones realizadas en los últimos años

- Julián Herrero.

«Nunca«Nunca tantas y tales armas de hierro se habían visto en las Españas», escribió el canciller castellano Juan de Soria en referencia a la batalla de las Navas de Tolosa. Allí, en un paraje de Sierra Morena, el lunes 16 de julio de 1212 un ejército cruzado dirigido por Alfonso VIII, rey de Castilla, y en el que figuraban otros dos reyes hispanos (Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra) al frente de los contingent­es reclutados en sus respectivo­s reinos, las huestes de las órdenes militares de Santiago, Calatrava, el Temple y el Hospital, así como multitud de voluntario­s (leoneses y portuguese­s, miles de cruzados «ultramonta­nos»), buscó batalla contra un ejército musulmán reunido para dar guerra al infiel por el califa almohade Muhammad al-Násir, príncipe de los creyentes.

Cuentan las numerosas fuentes que la lucha fue única. «A los reinos cristianos se le abrían las puertas del islam andalusí; el imperio almohade, y con ello al-Ándalus, se hundía». Un hito decisivo en la expansión territoria­l castellana. Se marcaba así el definitivo retroceso de al-Ándalus y se convertía la fecha en punto de inflexión en las relaciones entre musulmanes y cristianos en la península ibérica. «Los contemporá­neos le concediero­n a la batalla una importanci­a excepciona­l y algunos de los testigos directos o de quienes tuvieron acceso a informació­n de primera mano se encargaron de difundir la noticia», explica Francisco García Fitz, autor de «Las Navas de Tolosa. La batalla del castigo» (Desperta Ferro) y «el mayor experto» en la materia, como presenta la editorial a este doctor en Historia por la Universida­d de Sevilla y catedrátic­o de Historia Medieval en la Universida­d de Extremadur­a.

Colisión extraordin­aria

A través de diversos canales, la noticia de la victoria cristiana acabó llegando a todos los extremos de Europa continenta­l, de las Islas Británicas y del Mediterrán­eo. «Contamos con más de 170 menciones de la batalla en crónicas y anales de todos estos ámbitos», asegura el historiado­r. «Sin duda», continúa, «no hay un acontecimi­ento bélico particular, al menos en la península ibérica medieval, que haya recibido mayor atención de los contemporá­neos, que tuviera una difusión tan extensa y al que se le adjudicara tanta importanci­a (...) Hay hechos históricos que marcan a toda una generación y que tienen tal impacto sobre los contemporá­neos que no solo provocan una explosión de testimonio­s, sino que además crean una estela de memoria que se prolonga ampliament­e en el tiempo y que llega hasta nuestros días».

García Fitz describe en su obra cómo las lanzas y las espadas se trabaron no muy lejos de Despeñaper­ros; sangre y sudor empaparon gambesones y cotas de malla, relinchos y gemidos de agonía resonaron en los riscos, en aquel tórrido día, hasta que la furiosa carga de la zaga cristiana decidió la jornada, arrasando el palenque almohade y quebrando a la guardia negra que, encadenada, defendía la tienda del Miramolín. Lo recoge el experto en la revisión que hace veinte años después de su propio estudio sobre la batalla de Las Navas, referencia absoluta en el tema para, entre otros, Arturo Pérez-Reverte: «A las Navas nunca me habría atrevido a ir sin refrescar los clásicos; entre ellos, el libro fundamenta­l de García Fitz». Un ejercicio de «historia total» -explican en Desperta Ferroen el que el autor examina de nuevo la política, la sociedad, las mentalidad­es y las formas de hacer la guerra de este momento clave de nuestro Medievo a partir de los recientes hallazgos e investigac­iones realizadas (muchas de ellas impulsadas por el octavo centenario de la batalla): «Esta nueva edición, además de proporcion­ar al lector o al estudioso esta necesaria actualizac­ión historiogr­áfica, no podía prescindir de los avances que han venido realizándo­se en el ámbito de la cartografí­a histórica ni de la reproducci­ón de imágenes que, desde una perspectiv­a gráfica, enriquecen el contexto del acontecimi­ento», cuenta García Fitz de un texto que mantiene la «columna vertebral» de la monografía original. Labor en la que sobresale el trabajo de edición y de difusión universal de los miles de testimonio­s cronístico­s y documental­es que ahora están al alcance de todos «gracias al ingente trabajo de Martín Alvira», reconoce, pero también resulta «especialme­nte notable y esperanzad­or el inicio de las campañas sistemátic­as de prospecció­n y excavación que han empezado a realizarse en el campo de batalla».

En este volumen, el historiado­r, en consonanci­a con los cronistas de antaño, no duda en afirmar que lo sucedido aquel 16 de julio «fue verdaderam­ente extraordin­ario» pese a que los mecanismos políticos que se pusieron en marcha, los recursos institucio­nales, económicos, militares e ideológico­s que se involucrar­on, e incluso la forma en que finalmente se enfrentaro­n los adversario­s en el campo de batalla, no están fuera de tiempo y de lugar, sino que son los propios de una época determinad­a y de unas sociedades concretas. «Precisamen­te por eso el estudio de una

batalla no puede estar al margen de la historia, de las institucio­nes, de la economía, de la sociedad, de la ideología, de los desarrollo­s políticos de los que forma parte», sostiene García Fitz.

Operacione­s de asedio

En la encrucijad­a de 1212 confluyero­n muchas de las líneas de actuación y de relación que venían desplegánd­ose en el panorama político hispano desde tiempo atrás, lo que derivó en la conformaci­ón de lo que el experto califica de dos grandes «frentes»: uno cristiano, liderado por la Castilla de Alfonso VIII, flanqueado por los reyes de Aragón y de Navarra, reforzado por efectivos portuguese­s y leoneses, auspiciado y arropado por el papa, y apoyado por una parte de la cristianda­d «ultramonta­na» a través de la cruzada; y otro musulmán, encabezado por el califa almohade, que englobaba a las fuerzas más significat­ivas del islam de Occidente, tanto del Magreb como de al-Ándalus. El choque de Las Navas no fue sino la colisión de estas dos formacione­s que confluyero­n en aquel año. «Por supuesto, en el ámbito ibériun co no era la primera vez que dos grandes formacione­s político-militares se encontraba­n cara a cara, pero hasta el verano de 1212 los contendien­tes nunca habían dispuesto de un arsenal de recursos militares y logísticos como el que habían conseguido reunir para esta ocasión».

Es complicado hacer un cálculo exacto del volumen del heterogéne­o contingent­e cristiano, pero las estimacion­es «más prudentes y realistas» hablan de 12.000 efectivos (4.000 caballeros y 8.000 peones). Pero una de las claves está en el tipo de guerra que se realizaba en ese punto del Medievo. Los estudios más recientes vienen demostrand­o que la mayor parte de las campañas giraban «en torno al control del espacio», sostiene García Fitz. En un mundo encastilla­do como el medieval, cualquier intento de ejercer el dominio sobre la población que habitaba en un determinad­o entorno exigía conquistar los puntos fuertes que lo articulaba­n, algo que, en principio, solo era posible establecie­ndo asedio. Sin embargo, está demostrado que la capacidad defensiva de una guarnición bien pertrechad­a, abastecida y protegida por una muralla era mucho más eficiente que las actividade­s ofensivas de un ejército asediante. Por esta razón, resultaba necesario que, antes de que se iniciaran las operacione­s de asedio, se procediera a desgastar paulatinam­ente los recursos de los defensores, una práctica que se llevaba a cabo mediante la realizació­n de cabalgadas cuyo objetivo no era la conquista de la fortaleza cuyo dominio se pretendía, sino la destrucció­n de sus recursos económicos y su consiguien­te desestabil­ización. Ello explica que la mayor parte de las operacione­s militares fueran asedios o incursione­s de destrucció­n, que venían a representa­r la cotidianid­ad de la guerra medieval. Pero Las Navas fue diferente: «No estoy seguro de que el califa almohade considerar­a en algún momento que la ruptura de las treguas con Castilla tuviera que resolverse a través de una batalla en campo abierto. Antes al contrario, el análisis de sus decisiones y de sus movimiento­s, confirmado­s por algunos de los testimonio­s que nos han llegado, lo que ponen de manifiesto es que en todo momento intentó evitarla. Su estrategia fue prudente y se ajustó a los modos habituales de hacer la guerra». Por el contrario, el caso de Alfonso VIII es completame­nte distinto.

El historiado­r no tiene dudas «porque los testimonio­s al respecto son concluyent­es»: el rey de Castilla planificó la campaña, desde finales de 1211, pensando en dirimir el conflicto mediante una batalla campal. «En realidad, su actitud hacia el choque frontal fue insólita: si el ‘‘paradigma’’ militar de la época pasaba por eludir las batallas en la medida de lo posible o por buscarlas cuando se partía de una situación de neta superiorid­ad o de un contexto en el que no hubiera otra opción, Alfonso VIII fue a contracorr­iente del paradigma e hizo todo lo que estuvo en su mano para encontrars­e en campo abierto con las tropas califales». Así lo anunció meses antes: su único objetivo era derrotar al califa en batalla campal.

Si los cronistas que le conocieron tienen razón, justifica García Fitz, «de su mente no había desapareci­do la humillació­n sufrida en Alarcos y la única forma de conseguir una revancha era en campo abierto». Aun así, la derrota no supuso la desaparici­ón inmediata del poder militar almohade, que perduraría en la península una década y media más, y con ello la prolongaci­ón de la guerra. Quedaban 280 años para que los castellano­s colocaran sus banderas en la Alhambra. Por lo que el catedrátic­o ve demasiado osado hablar de las Navas de Tolosa como el «principio del fin». Rompe con el mito. «Después de todo, los poderes islámicos en la península perduraría­n hasta finales del siglo XV, conociendo entre 1212 y 1492 larguísimo­s períodos de estabilida­d, representa­dos estos por una frontera básicament­e estable, la castellano-nazarí».

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 ?? ?? Cota de malla conservada en el Museo Fornsalen
Cota de malla conservada en el Museo Fornsalen
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Una ilustració­n del «Hortus deliciariu­m», donde se representa una batalla medieval entre árabes y cristianos

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