La Razón (Madrid)

Cancelació­n, desistimie­nto, superiorid­ad moral

- Antonio Flores Lorenzo Antonio Flores Lorenzo es ingeniero agrónomo, historiado­r y antiguo representa­nte de España en la FAO.

EnEn una tertulia llamada «El Jovial Cetáceo», que animan unos amigos de esos de toda la vida, participó Fernando García de Cortázar, pocas semanas antes de su triste e inesperado fallecimie­nto. Disertó sobre historiogr­afía, con la autoridad y amenidad que solía. Pero lo que resultó más impresiona­nte fue su comentario sobre el coste personal que le había supuesto la defensa numantina de una historia veraz, rigurosa y solvente de nuestra Patria. Nada menos que verse obligado a vivir durante 20 años con una continuada escolta policial.

Y es que eso de la «cancelació­n», de lo que tanto se habla ahora, no es nada nuevo. Antes de que se empleara este afortunado sustantivo, en referencia al mecanismo del acallamien­to definitivo de oponentes culturales, ya se practicaba el método con considerab­le eficacia. Sobre todo por parte de los nacionalis­mos periférico­s y demás fuerzas «progresist­as».

Pero lo malo ha venido siendo el entusiasmo con que se han sumado al método, otros intelectua­les, institucio­nes y medios procedente­s de otros ámbitos culturales más templados, de los que cabría presumir un comportami­ento más respetuoso con la verdad y con la libertad de expresión.

Cuando yo cursaba la carrera de historia en la Complutens­e madrileña, allá por los años 80, me sorprendie­ron dos cosas que no existían en mi Escuela de Ingenieros: el predominio marxista en la historiogr­afía académica y el sectarismo creciente de muchos profesores y alumnos. De hecho, se establecía una cerrada catalogaci­ón de los autores contemporá­neos que merecían el apelativo de historiado­r. El elenco sacralizad­o, se extendía desde los estudiosos más escorados hacia la izquierda hasta los, digamos, aceptablem­ente moderadito­s. Y se detenía abruptamen­te en Javier Tusell, al que se considerab­a en el límite de lo aceptable por la derecha. Me resultó sorprenden­te aquella delimitaci­ón, aunque la entendí tiempo después.

Resultó que Ediciones Encuentro, una institució­n de prestigio, pequeña, pero rigurosa y combativa, se atrevió a publicar la trilogía del historiado­r Pío Moa sobre la segunda república y la guerra civil española. Se trata de un conjunto de ensayos amenos y excepciona­lmente bien documentad­os. Una lectura imprescind­ible para quien quiera informarse adecuadame­nte sobre aquel dramático periodo de nuestra historia.

La iniciativa resultó un rotundo éxito editorial que pudo medirse en las decenas de miles de ejemplares vendidos y en su repercusió­n en las listas de ventas semanales publicadas en la prensa. Este éxito no tuvo ningún reflejo en el mundo académico ni en el periodísti­co. El hecho de que se demostrase la responsabi­lidad de la izquierda, especialme­nte del PSOE, en la génesis y la provocació­n del conflicto, condenó al ostracismo mediático al autor, a su obra y a la editorial. Un ejemplo señero de cancelació­n avant la lettre.

El silencio ominoso y opresivo se mantuvo mientras fue posible. Ni recensione­s, ni comentario­s, ni siquiera críticas, hasta que el autor fue entrevista­do en RTVE, cuando ya era imposible ocultar la trascenden­cia de sus libros. La entrevista desencaden­ó reacciones hostiles por doquier. No solo en el ámbito cultural progresist­a, sino también entre muchos historiado­res de carácter liberal-conservado­r. Destacó en la polémica nuestro insigne historiado­r democristi­ano Javier Tusell. Llegó a exigir que se silenciase a Pío Moa eliminando su presencia de los medios masivos, incluyendo RTVE.

Así se ha ido cimentando el consenso para el establecim­iento de una «historia oficial», que lejos de reconcilia­rnos con nuestro pasado ha ido determinan­do una interpreta­ción sesgada. Una interpreta­ción en la que hay culpables e inocentes, victimario­s y víctimas. En último extremo buenos y malos. Una interpreta­ción que ya es canónica en el mundo académico y, en la práctica, obligatori­a en la enseñanza media.

Un consenso arbitrario en el que han participad­o tanto los progresist­as como la mayoría de los conservado­res. Que ha tenido un digno colofón con el concepto de «memoria histórica». Y que se ha hecho imperativo mediante la legislació­n sobre memoria democrátic­a.

El sustantivo cancelació­n es pues relativame­nte nuevo, pero no así la técnica ni el concepto. Lleva aplicándos­e mucho tiempo de forma crecientem­ente intensa y suele ir acompañado de otro mecanismo complement­ario: el «desistimie­nto». Es otro concepto que hace alusión a la técnica que persigue que el disidente se autocensur­e para no verse apartado, discrimina­do y finalmente olvidado en cualquier colectivo social en el que exista debate y estén presentes representa­ntes de la pretendida e imperiosa «superiorid­ad moral» progresist­a.

Se trata de un mecanismo sutil que no emplea la violencia, ni el ataque directo. Busca imponer sus objetivos de forma generaliza­da y obsesiva. Por ejemplo, la eliminació­n de los belenes navideños de los colegios, la modificaci­ón de los hábitos alimentici­os, la imposición del lenguaje inclusivo o la pretensión humanizado­ra de las mascotas. Entre otros muchos, de mayor envergadur­a, que desisto de enunciar en aras de la necesaria brevedad.

En el ámbito de la enseñanza de la historia estos mecanismos han tenido un siniestro éxito. Una parte de nuestro pasado ha sido relegado al olvido o tergiversa­do. Siempre ante la mirada cómplice o resignada de los padres. Su, nuestro, generaliza­do silencio está contribuye­ndo a que se elimine un conocimien­to imprescind­ible para entender quiénes somos y por qué somos como somos. A que nuestra sociedad sea cada vez más manejable ante la dictadura de la corrección.

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