Clémentine Delait: la extraordinaria dignidad de una mujer barbuda
Orgullosa de su bello facial y proyectada como una de las mujeres con barba más emblemáticas de todo el siglo XX, su increíble historia inspira ahora la película «Rosalie», protagonizada por Nadia Tereszkiewicz
AvecesAveces la belleza, presa de su condición indisoluble de elemento vivo, comienza en el filo de una gran escalera oscura, en la confesión de un deseo antiguo, en la seducción de la ternura, en la aceptación de un secreto inmundo. A veces la belleza puede traducirse como la llama fragilísima de una flor cayendo en suculento silencio sobre el universo o en ocasiones basta con evocar aquel verso de Keats en el que habla de «esa inmensa mansión azul que habita el sol». En constante situación de cambio y sometida al escrutinio de las observaciones canónicas, la belleza siempre ha sido objeto de análisis, herramienta de poder, codiciado atributo, pasaporte involuntario, regalo maldito y ha tenido un destacado papel dentro del establecimiento histórico de las convenciones sociales. Es por eso que si en un impulso obligado de consideración del contexto, nos dejáramos mecer por el acoso de la memoria y pensáramos en la mirada social que se ejercía hacia las deformidades corporales, anomalías físicas o malformaciones graves desde mediados del XIX hasta bien entrado el siglo XX, no debería causar demasiado asombro la constatación de que todo aquello que se salía de una pauta estética y biológica absolutamente entroncada con los parámetros de normatividad que se atribuía a cada género, entraba de manera automática en la categoría de monstruoso, aterrador, animalesco y salvaje. Se instalaba en el compartimento estanco de la otredad y por consecuencia de todo lo que resultaba amenazante o, en el mejor de los casos, objeto de burla devenida en explotación comercial.
Fuera de los límites
Lo masculino como concepto identitario se encontraba fuertemente asociado a la robustez, la osamenta ensanchada, la corpulencia, las manos grandes y un bello corporal denso y llamativo, mientras que lo femenino -entendido ya no solo como cualidad descriptiva sino como exigencia civilizatoria- se abrazaba a la tersura de la piel, la finura del talle, la altura, la esbeltez de las piernas, el recato en el gesto y la pureza cristalina de un tipo de belleza que parece recién nacida. Como se indica en el prólogo del interesante libro de Pilar Pedraza (nuestra particular Mariana Enríquez patria) «El salvaje interior y la mujer barbuda» a propósito de este orillamiento del diferente, en la sociedad sociedad europea, el monstruo y el salvaje siempre han sido los otros, «aquellos que quedaban fuera del orden social. Había muchos tipos de monstruos y salvajes, pero todos tenían en común su posición marginal, su lugar fuera de los límites no solo de lo social, sino incluso de lo humano. Y algo que no era humano podía ser maltratado, despreciado, explotado, asesinado», señalan, incidiendo de manera singular en las otras: «la bruja, la histérica, la mendiga o la barbuda fueron fuertemente perseguidas, explotadas y castigadas por desobedecer las normas sociales que decían cómo debía ser la conducta y el aspecto físico de las mujeres». Clémentine Delait fue una de ellas. Su historia, rabiosa y apasionante como para inspirar cinematográficamente el último trabajo de la directora Stéphanie Di Giusto, «Rosalie», (que se estrena este viernes 19 tras su paso por la última edición del Festival de San Sebastián y que está protagonizada por una extraordinaria Nadia Tereszkiewicz) resulta sorprendente y muy particular dentro de la nómina de mujeres aquejadas de hirsutismo –surgimiento de causa desconocida y posterior desarrollo del vello en la mujer que sigue un patrón de dis--
tribución masculino por las zonas de las patillas, la espalda, el tórax, las areolas mamarias o los muslos– o en algunos casos hipertricosis –crecimiento excesivo del pelo en zonas donde habitualmente no suele crecer– y cuya consecuencia directa era la asunción de que su vello facial desafiaba por completo los mandatos de género.
En 2005, Roland Marchal, un pequeño comerciante francés de segunda mano con el marchamo de cazador de gangas y ocasional descubridor de tesoros estampado en la frente, llegó hasta el diario personalque D el ait confió tres años antes de su muerte a un historiador local. En sus reveladoras confesiones, se podía apreciar una poderosa ausencia de complejo por parte de esta joven procedente de Chaumousey, un enclave comunal ubicado en la cordillera de los Vosgos al noroeste de Francia que a los 20 años se casó con el Sr. Delait, panadero de profesión, y juntos abrieron una panadería-cafetería que sería rebautizada tiempo después como «El café de la dama barbuda» en aras de una más que posible fidelización de la clientela. «Mi juventud fue la de todas las campesinas, ruda y trabajadora, pero a los 18 años mi labio superior ya estaba adornado por un pelo prometedor que resaltaba gratamente mi tez morena», evoca en sus anotaciones consciente del temprano surgimiento de su velluda particularidad. Inicialmente, se afeitaba a conciencia para adecuarse a lo esperado y alejarse consciente mente de miradas indiscretas, pero a los 36 años, retada por el atrevimiento de un diputado que, acodado en la barra, le promete 500 francos si se deja crecer la barba para compro barquees cierto lo que dicen de ella. «Temía las burlas de mis compatriotas, pero al contrario, estaban locos por mí. Mi café siempre estaba lleno, la noticia corrió como la pólvora», destaca la joven sobre un elemento, el de la inconsciente atracción sexual por lo distinto y lo considerado socialmente aberrante -como era y es todavía en algunos sectores contemporáneos el hecho de que una mujer tenga barba y no se avergüence de mostrarla y lucirla sin miedo–, que en la película de Stéphanie Di Giusto se destaca de una manera muy sutil e integrada en términos narrativos a través de los comportamientos de los vecinos trabajadores de la mina del pueblo. Su aparente desprecio iniciático, al cabo, es fruto de su deseo.
Ausencia de inseguridades
Después de que el establecimiento terminara convirtiéndose en el más concurrido de Chamousey por una utilización consentida y controlada del exotismo de su barba como reclamo, nuestra mujer pilosa se presta a posar para diferentes fotógrafos y hacer postales, algo que en ese momento estaba bastante de moda. Aferrada a la singularidad de la intrusión en lo cotidiano, en estas instantáneas se la muestra paseando a su perro o leyendo el periódico, de manera coqueta con vestidos muy femeninos. Incluso obtuvo permiso para travestirse, –obligatorio entonces en Francia para que una mujer pudiera vestirse de hombre–y posó con atuendo masculino, un cigarro en la boca y una jarra de cerveza. Nunca asumió su realidad de mujer barbuda como un castigo estético monstruoso ni como un detonador de pero tampoco como una inevitable condición de aprovecha miento económico por parte de terceros. Aceptó con una mentalidad marcadamente moderna, incuestionable mente avanzada, que su dignidad estaba por encima de la avaricia del mercado y que si alguien iba a sacar algún rédito de aquello iba a ser ella. «¿No me han ofrecido tres millones por una gira por América? Pero mi marido no se encontraba bien, no lo habría abandonado por nada del mundo », anota en su diario dejando constancia de su integridad después de rechazar las insinuaciones del célebre Circo Barnum. Tras la muerte de su marido, Clémentine realizó algunas giras por Londres, Francia o Irlanda llegando a ser visitada por personalidades de todo el mundo como el Sha de Persia y se hizo amiga de una mujer-baúl a quien tenía constantemente que defender de la impertinencia de los visitantes. Cuando regresó a casa después de este aventurero periodo de incesante exhibición en compañía de su única hija adoptiva, sólo pidió una cosa. Que su tumba rezara: «Aquí yace Madame D el ait, la dama barbuda». Sin vergüenza, ni culpa. Con arrebato y belleza. Como el poema de Keats.
«A los 18 años mi labio superior ya estaba adornado por un pelo prometedor», confiesa Delait
«Temía las burlas de mis compatriotas, pero al contrario, ellos estaban locos por mí»