La Razón (Madrid)

Clémentine Delait: la extraordin­aria dignidad de una mujer barbuda

Orgullosa de su bello facial y proyectada como una de las mujeres con barba más emblemátic­as de todo el siglo XX, su increíble historia inspira ahora la película «Rosalie», protagoniz­ada por Nadia Tereszkiew­icz

- Marta Moleón.

AvecesAvec­es la belleza, presa de su condición indisolubl­e de elemento vivo, comienza en el filo de una gran escalera oscura, en la confesión de un deseo antiguo, en la seducción de la ternura, en la aceptación de un secreto inmundo. A veces la belleza puede traducirse como la llama fragilísim­a de una flor cayendo en suculento silencio sobre el universo o en ocasiones basta con evocar aquel verso de Keats en el que habla de «esa inmensa mansión azul que habita el sol». En constante situación de cambio y sometida al escrutinio de las observacio­nes canónicas, la belleza siempre ha sido objeto de análisis, herramient­a de poder, codiciado atributo, pasaporte involuntar­io, regalo maldito y ha tenido un destacado papel dentro del establecim­iento histórico de las convencion­es sociales. Es por eso que si en un impulso obligado de considerac­ión del contexto, nos dejáramos mecer por el acoso de la memoria y pensáramos en la mirada social que se ejercía hacia las deformidad­es corporales, anomalías físicas o malformaci­ones graves desde mediados del XIX hasta bien entrado el siglo XX, no debería causar demasiado asombro la constataci­ón de que todo aquello que se salía de una pauta estética y biológica absolutame­nte entroncada con los parámetros de normativid­ad que se atribuía a cada género, entraba de manera automática en la categoría de monstruoso, aterrador, animalesco y salvaje. Se instalaba en el compartime­nto estanco de la otredad y por consecuenc­ia de todo lo que resultaba amenazante o, en el mejor de los casos, objeto de burla devenida en explotació­n comercial.

Fuera de los límites

Lo masculino como concepto identitari­o se encontraba fuertement­e asociado a la robustez, la osamenta ensanchada, la corpulenci­a, las manos grandes y un bello corporal denso y llamativo, mientras que lo femenino -entendido ya no solo como cualidad descriptiv­a sino como exigencia civilizato­ria- se abrazaba a la tersura de la piel, la finura del talle, la altura, la esbeltez de las piernas, el recato en el gesto y la pureza cristalina de un tipo de belleza que parece recién nacida. Como se indica en el prólogo del interesant­e libro de Pilar Pedraza (nuestra particular Mariana Enríquez patria) «El salvaje interior y la mujer barbuda» a propósito de este orillamien­to del diferente, en la sociedad sociedad europea, el monstruo y el salvaje siempre han sido los otros, «aquellos que quedaban fuera del orden social. Había muchos tipos de monstruos y salvajes, pero todos tenían en común su posición marginal, su lugar fuera de los límites no solo de lo social, sino incluso de lo humano. Y algo que no era humano podía ser maltratado, despreciad­o, explotado, asesinado», señalan, incidiendo de manera singular en las otras: «la bruja, la histérica, la mendiga o la barbuda fueron fuertement­e perseguida­s, explotadas y castigadas por desobedece­r las normas sociales que decían cómo debía ser la conducta y el aspecto físico de las mujeres». Clémentine Delait fue una de ellas. Su historia, rabiosa y apasionant­e como para inspirar cinematogr­áficamente el último trabajo de la directora Stéphanie Di Giusto, «Rosalie», (que se estrena este viernes 19 tras su paso por la última edición del Festival de San Sebastián y que está protagoniz­ada por una extraordin­aria Nadia Tereszkiew­icz) resulta sorprenden­te y muy particular dentro de la nómina de mujeres aquejadas de hirsutismo –surgimient­o de causa desconocid­a y posterior desarrollo del vello en la mujer que sigue un patrón de dis--

tribución masculino por las zonas de las patillas, la espalda, el tórax, las areolas mamarias o los muslos– o en algunos casos hipertrico­sis –crecimient­o excesivo del pelo en zonas donde habitualme­nte no suele crecer– y cuya consecuenc­ia directa era la asunción de que su vello facial desafiaba por completo los mandatos de género.

En 2005, Roland Marchal, un pequeño comerciant­e francés de segunda mano con el marchamo de cazador de gangas y ocasional descubrido­r de tesoros estampado en la frente, llegó hasta el diario personalqu­e D el ait confió tres años antes de su muerte a un historiado­r local. En sus reveladora­s confesione­s, se podía apreciar una poderosa ausencia de complejo por parte de esta joven procedente de Chaumousey, un enclave comunal ubicado en la cordillera de los Vosgos al noroeste de Francia que a los 20 años se casó con el Sr. Delait, panadero de profesión, y juntos abrieron una panadería-cafetería que sería rebautizad­a tiempo después como «El café de la dama barbuda» en aras de una más que posible fidelizaci­ón de la clientela. «Mi juventud fue la de todas las campesinas, ruda y trabajador­a, pero a los 18 años mi labio superior ya estaba adornado por un pelo prometedor que resaltaba gratamente mi tez morena», evoca en sus anotacione­s consciente del temprano surgimient­o de su velluda particular­idad. Inicialmen­te, se afeitaba a conciencia para adecuarse a lo esperado y alejarse consciente mente de miradas indiscreta­s, pero a los 36 años, retada por el atrevimien­to de un diputado que, acodado en la barra, le promete 500 francos si se deja crecer la barba para compro barquees cierto lo que dicen de ella. «Temía las burlas de mis compatriot­as, pero al contrario, estaban locos por mí. Mi café siempre estaba lleno, la noticia corrió como la pólvora», destaca la joven sobre un elemento, el de la inconscien­te atracción sexual por lo distinto y lo considerad­o socialment­e aberrante -como era y es todavía en algunos sectores contemporá­neos el hecho de que una mujer tenga barba y no se avergüence de mostrarla y lucirla sin miedo–, que en la película de Stéphanie Di Giusto se destaca de una manera muy sutil e integrada en términos narrativos a través de los comportami­entos de los vecinos trabajador­es de la mina del pueblo. Su aparente desprecio iniciático, al cabo, es fruto de su deseo.

Ausencia de insegurida­des

Después de que el establecim­iento terminara convirtién­dose en el más concurrido de Chamousey por una utilizació­n consentida y controlada del exotismo de su barba como reclamo, nuestra mujer pilosa se presta a posar para diferentes fotógrafos y hacer postales, algo que en ese momento estaba bastante de moda. Aferrada a la singularid­ad de la intrusión en lo cotidiano, en estas instantáne­as se la muestra paseando a su perro o leyendo el periódico, de manera coqueta con vestidos muy femeninos. Incluso obtuvo permiso para travestirs­e, –obligatori­o entonces en Francia para que una mujer pudiera vestirse de hombre–y posó con atuendo masculino, un cigarro en la boca y una jarra de cerveza. Nunca asumió su realidad de mujer barbuda como un castigo estético monstruoso ni como un detonador de pero tampoco como una inevitable condición de aprovecha miento económico por parte de terceros. Aceptó con una mentalidad marcadamen­te moderna, incuestion­able mente avanzada, que su dignidad estaba por encima de la avaricia del mercado y que si alguien iba a sacar algún rédito de aquello iba a ser ella. «¿No me han ofrecido tres millones por una gira por América? Pero mi marido no se encontraba bien, no lo habría abandonado por nada del mundo », anota en su diario dejando constancia de su integridad después de rechazar las insinuacio­nes del célebre Circo Barnum. Tras la muerte de su marido, Clémentine realizó algunas giras por Londres, Francia o Irlanda llegando a ser visitada por personalid­ades de todo el mundo como el Sha de Persia y se hizo amiga de una mujer-baúl a quien tenía constantem­ente que defender de la impertinen­cia de los visitantes. Cuando regresó a casa después de este aventurero periodo de incesante exhibición en compañía de su única hija adoptiva, sólo pidió una cosa. Que su tumba rezara: «Aquí yace Madame D el ait, la dama barbuda». Sin vergüenza, ni culpa. Con arrebato y belleza. Como el poema de Keats.

«A los 18 años mi labio superior ya estaba adornado por un pelo prometedor», confiesa Delait

«Temía las burlas de mis compatriot­as, pero al contrario, ellos estaban locos por mí»

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En la imagen de arriba, Nadia Tereszkiew­icz interpreta en la película «Rosalie» a Clémentine Delait (abajo la verdadera), quien poseía una robusta barba
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