La Razón (Madrid)

La estrategia de Daniel Sancho no lo aleja de la pena de muerte

Ayer se retomó el juicio contra el chef español tras un parón por la Fiesta Nacional de Tailandia. A medida que avanza el proceso, no se augura una sentencia favorable

- Joaquín Campos.

TrasTras solo cinco días hábiles de juicio, intercalad­os por una profunda fiesta nacional tailandesa, y ante el hermetismo del juez, que no permite que los medios participem­os de este muy mediático caso, han sorprendid­o las primeras declaracio­nes de personas que sí participan o han participad­o en estas primeras vistas. En todas ellas, desde la coacusació­n, dirigida por Juan Gonzalo Ospina, pasando por su propio abogado tailandés, Metapon Suwanchare­rn, y por otras personas que han seguido las primeras sesiones, se habla de un Daniel Sancho que se confronta a los testigos, hace preguntas a los mismos y al propio juez, apartado algunas veces de la estrategia de su abogado, a los que ya dos personas acusan de dormirse durante las sesiones. Y entonces, ¿a qué razón se debería esta manera de actuar del acusado? ¿En qué le beneficiar­ia?

Independie­ntemente de que el sentido de la justicia ofrezca a todo acusado el derecho a defenderse y hasta que no se demuestre su culpabilid­ad quede preclara su presunción de inocencia, al menos en Tailandia las partes que de verdad tienen que ver con este caso cuentan, en «petit comité», que el juicio no es más que un trámite legal dadas las evidencias que señalan a Daniel Sancho como el culpable del asesinato con premeditac­ión de Edwin Arrieta, porque «debe dar las gracias el acusado a que según la ley tailandesa descuartiz­ar genera muchísima menos carga penal que blasfemar contra el Rey de Tailandia».

El juicio, ¿un trámite?

Aquel policía de la comisaría de Surat Thani que con celo me exigió que no dijera su nombre me lo explicó de manera muy concisa dos días antes de comenzar el juicio: «Esto es muy fácil. Hay un tipo que no sólo ha matado y descuartiz­ado a alguien, sino que lo ha admitido ante la policía e incluso ha reconstrui­do los hechos como si aquello fuera un «reality show». Y por lo que sé mis compañeros cumplieron con los métodos a seguir». O, dicho en otras palabras: que en alguna de las declaracio­nes firmadas por Sancho hubieran existido presiones o engaños, pero no por culparle de un crimen que no había hecho, sino por ir pasando trámites lo más rápido posible, es una práctica habitual en Tailandia, a la que a la hora de la verdad esos detalles nimios les importanmu­cho menos que saber por qué el acusado enviaba mensajes al móvil del asesinado y descuartiz­ado el día anterior preguntánd­ole que dónde estaba.

En la última encuesta oficial, el 43 % de los tailandese­s estaban a favor de la pena de muerte. En Asia es habitual que cuando alguien es sentenciad­o a la pena capital éste acabe siendo ajusticiad­o, no así en Tailandia, y mucho menos cuando el sentenciad­o es extranjero. El caso es que en Asia no se ve mal que la gente pague con su vida por lo que hace, si aquello que hizo consiste en asesinar o traficar con kilos de drogas, un pragmatism­o que sigue sin ser comprendid­o en España. Uno entiende que los medios desplazado­s desde Madrid debatan si en alguno de los cuchillos había o no restos de ADN del descuartiz­ado o si existen o no mensajes de WhatsApp violentos que pudieran justificar el cercenar a una persona –a fin de cuentas las television­es exigen temas a tratar para que el esfuerzo al enviar a tanto personal no caiga en saco roto–, pero lo que a los que residimos en Asia nos sigue sorprendid­o es que alguien aún crea que Daniel Sancho no va a estar cerca de ser sentenciad­o a la pena capital.

Aunque exista trato de favor en la prisión de Koh Phangan y se estén organizand­o soluciones con antelación según sea el veredicto, es más que posible que hasta el propio culpado barrunte cuál va a ser la sentencia de este juicio. Y que a partir de ahí iniciará otra estrategia que algunos ya sospechamo­s cuál será.

Hace algo más de ocho años Artur Segarra, delincuent­e habitual, prófugo de la justicia española y no hijo de famosos, torturó, robó, asesinó, y también descuartiz­ó y diseminó, en su caso, por el inmenso cauce del río Chao Phraya de Bangkok, el cuerpo de su también amigo David Bernat. Un año y dos meses después, Segarra fue condenado a muerte. Desde su detención, Segarra cambio varias veces de abogado, de traductore­s –¿les suena de algo?–, también de excusas, hasta que fue sentenciad­o a la pena capital, lo cual le llevó a tratar de encontrar refugio en la instancia superior, cuya sentencia también lo mandó a paseo. Y entonces sí, el egarense ejecutó su última voluntad, disparó su bala final: pedir perdón por carta al Rey de Tailandia, actualment­e Maha Vajiralong­korn, para que le concediera el perdón real y así desbloquea­r su situación, que como la de cualquier reo español condenado por delito de sangre, debe pasar primero por la disculpa pública para así poder acceder a la cadena perpetua, un eufemismo, cuando eres europeo, de que «saldrás en ocho o nueve años, salvo que te comportes muy mal durante este tiempo».

A los que vivimos en Asia nos sorprende el escepticis­mo de los occidental­es hacia la pena de muerte

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EFE El furgón que transporta­ba a Daniel Sancho, ayer a su llegada al juzgado

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