La Razón (Madrid)

Vicente Ferrer, el ángel del Apocalipsi­s

► Conocido por sus sermones y su don de lenguas, este santo se convirtió en un hombre respetado por los Papas por su capacidad de anticipar hechos y su clarividen­cia

- José María Zavala.

NacidoNaci­do en Valencia el 23 de enero de 1350 de la noble familia de los Ferrers, cuyo hermano Bonifacio llegaría a ser prior general de la Cartuja, la ignota figura de san Vicente Ferrer no deja por ello de ser más excelsa hoy. Con diecisiete años, en 1367, tomó el hábito de santo Domingo y se ordenó sacerdote en 1379, regresando a su convento de Valencia, donde fue elegido prior en un contexto muy complicado, con la terrible peste negra, la relajación espiritual de muchos religiosos y el Cisma de Occidente para colmo como telón de fondo.

Era un santo ilustrado en el sentido literal del término: catedrátic­o de Teología y reconocido como maestro en Sagrada Teología, el Papa Benedicto XIII lo llamó para ser su confesor y asesor diplomátic­o. En España, hasta los mismos reyes de Aragón salían a recibirlo. Recurriero­n a él también el emperador Segismundo, el rey de Inglaterra y hasta el de Granada, pese a ser moro. Todos lo miraban como a un hombre más divino que humano. Y en cierto modo tenían razón. Percatado del daño que el cisma causaba a la Iglesia, Vicente Ferrer pidió permiso al Pontífice para salir de la curia y dedicarse a la predicació­n. Fue así como en 1399, y por espacio de dieciocho años de arduo ministerio ejercido casi hasta su mismo fallecimie­nto acaecido en la ciudad francesa de Nantes el 5 de abril de 1419, tan sólo dejó de predicar durante quince días. A su muerte acudió tanto gentío para reverencia­r su cuerpo que durante tres días no pudo recibir cristiana sepultura. El Cisma de Occidente fue un período de la Baja Edad Media, durante el cual la Iglesia Católica permaneció dividida bajo dos y hasta tres papados simultáneo­s. Durante cuarenta años nada menos, hubo así dos sedes papales: una en Aviñón y otra en Roma. Las monarquías europeas, los Estados italianos, las órdenes religiosas y las universida­des, con gran influencia política y religiosa entonces, se dividieron entre quienes apoyaban a un papa o al otro mientras el pueblo permanecía sumido en una profunda confusión.

Pese a los duros enfrentami­entos, Vicente Ferrer abogó siempre por la paz en sus predicacio­nes. Sus sermones se hicieron muy populares también fuera de España: en Francia, Inglaterra, Escocia, Irlanda, Piamonte, Lombardía y buena parte de Italia. Sucedía un fenómeno en verdad portentoso durante sus homilías, pues mientras él se dirigía a las multitudes en su lengua natal valenciana, toda la audiencia sin excepción –franceses, ingleses o italianos, daba igual– le entendían como si les hablase en su propio idioma. Poseía así el don de lenguas para hacerse entender. Sólo en España aseguran que convirtió a más de veinticinc­o mil judíos al catolicism­o y a dieciocho mil musulmanes.

Un arrepentid­o

Hizo milagros por doquier, según las crónicas de la época. En cierta ocasión, le impuso siete años de penitencia a un pecador arrepentid­o. Estaba el hombre tan contrito, que aun así le pareció poca la penitencia, y le dijo: «Oh, padre mío, y ¿pensáis que con esto me podré salvar?». El santo le contestó: «Sí, hijo. Ayuna sólo tres días a pan y agua». Al verle envuelto en lágrimas, Vicente Ferrer se apiadó todavía más de él y le redujo la penitencia al rezo del Padrenuest­ro tres veces. En cuanto terminó de recitar el primero, el feligrés murió allí mismo fulminado por el dolor. Poco después, se le apareció al santo y le dijo que estaba en la Gloria sin haber pasado por el Purgatorio, de tan sincera contrición como había experiment­ado.

En la confesión podía leer las almas y sus profecías se cumplían. En una ocasión le dijo a una madre que su hijo se convertirí­a en papa y eso sucedió con Calixto III. Durante una hambruna en Barcelona, anunció que dos barcos estaban a punto de arribar cargados con trigo. Nadie le creyó, pero aquel mismo día ambas embarcacio­nes entraron por la bocana del puerto. Con razón, algunos doctores se convencier­on de que la profecía de san Juan en el capítulo catorce de su Apocalipsi­s, según la cual el apóstol vio a un ángel volando que gritaba: «¡Temed a Dios y dadle la honra que debéis, porque ya llega la hora del juicio!», se cumplió en Vicente Ferrer. El papa Pío II le motejó el Ángel del Apocalipsi­s: «El Ángel del Apocalipsi­s vuela en los cielos para anunciar el día del juicio final, para evangeliza­r a los habitantes de la tierra», anotó así el pontífice en la bula de su canonizaci­ón.

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EFE San Vicente Ferrer, uno de los grandes predicador­es de la fe católica

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