La Razón (Madrid)

Verdi por encima de todo

- Gonzalo ALONSO

Nueva producción de «Un ballo in maschera» (Roma, 1859, tras innumerabl­es batallas contra la censura) en el Palau de les Arts firmada por Rafael R. Villalobos con cierta polémica antes de su propio estreno fruto de su muy discutida «Tosca» anterior, pero recibida luego sin protestas significat­ivas. Quizá por ser tan insulsa que no mereciese la pena molestarse en silbarla, por mucho que su autor intentase filosofar sobre su idea en el programa de mano, por cierto, sólo en pdf. No hay una época precisa sino una mezcla de vestuarios extraña y unos decorados que tampoco aclaran mucho. Empieza con una retransmis­ión televisiva en la primera escena; en la segunda el papel de la hechicera se mezcla entre figuración y la propia Ulrica. En el acto segundo, el del campo de las ejecucione­s, el escenario está constituid­o por un coche de los años 60 que recuerda al de Bieito en «Carmen» y una torre metálica de televisión, telefonía o cualquier otra ocurrencia, en donde un figurante no sabe qué hacerle a Amelia y se rasca la cabeza, quizá pensándolo. Inciso, ¡qué maestría la de Verdi al cambiar el tono del discurso musical cuando Amelia reconoce que ama a Riccardo! La misma técnica emplearía en el dúo entre Isabel de Valois y el infante Don Carlo en su obra de 1867. En la escena del dúo entre Amelia y Renato no hay cuadro de Riccardo a quien Renato llame traidor, sino su foto en uno de los asientos-monitores de TV del inicio. Al fondo aparece una mujer que se supone es el hijo de ambos por el cariño que le demuestra su madre, pero que resulta ser el paje Oscar. La trivialida­d vuelve a surgir al simular una gran descarga eléctrica en los tubos fluorescen­tes del techo en el momento dramáticam­ente musical de la elección en la urna del futuro asesino de Riccardo y, como hay que seguir la costumbre de estos tiempos, por qué no llenar de travestis el baile de máscaras. Antonino Fogliani dirigió eficazment­e ese magnífico conjunto que es la Orquesta de les Arts con algún exceso de volumen que tapó a los cantantes, y el coro cumplió como es habitual. Entre los cantantes fue Marina Monzó como Oscar a la que no hubo pegas que poner. Bella voz de ligera, brillante en las coloratura­s y cumpliendo magníficam­ente en escena las instruccio­nes que recibió. Me dijo una vez el gran tenor Giuseppe di Stefano que para triunfar había que tener voz y corazón. Leo Nucci me presentó hace muchos años a un casi debutante Francesco Meli en un «Rigoletto» en el Covent Garden. Estuvo muy bien y escribí que triunfaría. Sin embargo, le falta el corazón al que se refería su colega y eso repercute en que su bella voz y las matizacion­es no lleguen a transmitir. Matizar es lo que le faltó al barítono de voz consistent­e Franco Vasallo, poco sutil en el canto. Montserrat Caballé –una grandísima Amelia– me dijo que ella hubiera sido una segundona en los tiempos de Tebaldi, los Ángeles, Callas, etc. Y que, en vez de Amelias o Normas, tendría que haberse limitado a Manones. Pasan las décadas y Anna Pirozzi no hubiera pasado de ser una segundona en tiempos de Caballé. ¡Qué hubiera sido en los de la generación anterior! Ya que estamos con opiniones de famosos del pasado: para Mario del Mónaco cantaron un día los caballos, luego las mulas y acabarían haciéndolo los asnos. Pirozzi sacó lo mejor en «Morró ma prima in gracia», quedando corta y sin la potencia y los graves precisos en «Ecco l’orrido campo» y otros momentos. Agnieszka Rehlis no es la contralto que requiere Ulrica. Correcto el resto del reparto. Éxito final para el público. Quienes tengan mi edad o más años y sean declarados aficionado­s a la ópera sabrán por lo escrito a qué atenerse. Los más jóvenes, olviden todo lo anterior, vayan y disfruten con la música de Verdi, porque tampoco van a poderla escuchar mejor servida hoy a menos que tengan a Netrebko, Radvanovsk­y o Beckzala. Hay lo que hay.

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