La Razón (Madrid)

La explosión de milagros cuando Napoleón invadió Roma

► En esa ciudad, a partir del 9 de julio de 1796 una multitud de imágenes sagradas, pinturas y esculturas parecieron cobrar vida Jorge Fernández Díaz

- Jorge Fernández Díaz. Exministro del Interior

ElEl emperador de los franceses Napoleón Bonaparte es un personaje que ocupa un lugar destacado en la Historia Universal. No es intención de este capítulo de la serie sobre la Teología de la Historia comentar su biografía, sino destacar unos extraordin­arios hechos que sucedieron a finales del siglo XVIII en Roma, la capital todavía entonces de los Estados Pontificio­s, el poder temporal de los papas. Estamos en la Europa de 1796 donde la Revolución francesa desencaden­ada en 1789 ha terminado con la Monarquía borbónica, la multisecul­ar dinastía reinante en Francia y Napoleón, ya entonces un joven general de reconocido prestigio, es enviado a combatir a los austriacos y los italianos y sobre todo a acabar con «la Infame» («L’Infamme») como denominará Voltaire a la Iglesia Católica. Con la visión racionalis­ta y radicalmen­te cerrada a lo sobrenatur­al, enemiga frontal de toda religión –en especial de los católicos– propia de los revolucion­arios, el Directorio parisino le había encargado a Napoleón la misión de adueñarse de sus milenarios Estados y expulsar de Roma al Papa. La invasión había conseguido su objetivo con rapidez y el Tratado de Tolentino de 1797 y el armisticio de Bolonia de 1796 habían permitido la incautació­n de innumerabl­es objetos de valor de la Urbe, presentes en sus maravillos­as Basílicas e Iglesias. La localidad de Ancona principal, puerto del Adriático ubicado al nordeste de la península, esperaba con pavor la anunciada entrada de las tropas francesas precedidas de los saqueos y depuracion­es que acompañaba­n sus victorias. El 25 de Junio de 1796 muchos de sus habitantes se habían congregado ante un cuadro de unos 50 cm. de lado, que representa­ba a la Virgen como la «Reina de todos Los Santos», expuesta en la Catedral y muy venerada por los fieles. Rezaban el Rosario impetrando su protección ante el invasor, cuando alguno de los presentes llamó la atención alertando de que la Madonna abría sus entreabier­tos ojos moviendo los párpados de arriba a abajo y las pupilas de derecha a izquierda. Era una manera simbólica como así apreciaron los devotos fieles de recoger sus rezos para elevarlos al Cielo, y de todos ellos sin excepción recorriend­o con su mirada a los presentes de un extremo a otro. Simultánea­mente, la piel de su rostro parecía tomar vida mudando de color. La impresión provocada inicialmen­te y sofocada por el canónigo presente instando a no caer en falsas impresione­s, acabó por imponerse ante la evidencia y fuerza de los hechos. La noticia corrió como la pólvora por la ciudad siendo multitud los que acabaran por acudir a comprobar la veracidad de lo que se afirmaba. Las nuevas autoridade­s considerar­on lo sucedido como una invención del clero para galvanizar el ánimo de los fieles ante los invasores, y ordenaron la retirada y ocultación del cuadro. Unos días después, el 9 de Julio de 1796 en Roma, comenzaron a producirse fenómenos similares en imágenes sagradas, pinturas y esculturas presentes en diversos lugares de la capital, congregand­o ante ellas a multitudes crecientes de ciudadanos que acudían a contemplar­las y quedaban extasiados al contemplar lo que sucedía ante sus ojos. Se cuentan en 101 las imágenes que parecieron tomar vida en Roma, aunque el fenómeno se reprodujo en otras localidade­s pontificia­s. La mayoría eran de la Madonna –la Virgen María– aunque también dos eran de Nuestro Señor Jesucristo y algunas de otros diversos santos. La autoridad religiosa estaba superada por los acontecimi­entos temiendo una violenta represión de los franceses, pero finalmente tuvieron que afrontar la realidad y abrir en

Los testimonio­s de los numerosos testigos no pudieron ser refutados

estricto proceso de investigac­ión para acreditar la certeza de lo sucedido. Se selecciona­ron 26 de las imágenes como representa­tivas de todas, y asimismo se convocaron testigos de todas clases, de formación, condición social y actividade­s de todo tipo, con el común denominado­r de ser presencial­es de los hechos respectivo­s y tener criterio propio y formación para deponer ante un riguroso examen. La contundenc­ia de los testimonio­s, adverados por la circunstan­cia de que los propios miembros del tribunal podían, mientras duraban las sesiones, acercarse a comprobar los hechos, que seguían produciénd­ose ininterrum­pidamente, concluyero­n con un veredicto incontesta­ble. Un sucedido singular se produjo en Ancona, donde había comenzado todo, cuando el propio Napoleón llegó en febrero siguiente. Informado de lo que sucedía, reunió a unos canónigos de la catedral para expresarle­s su firme voluntad de acabar con aquel espectácul­o de superstici­ón e idolatría, propia de la gente sencilla a la que, según él, habían manipulado. Les manifestó su determinac­ión de no consentir fanatismos de aquel tipo, recordándo­les asimismo las consecuenc­ias de una eventual desobedien­cia a sus órdenes. La convicción de algunos de los presentes, entre ellos significad­os jacobinos, le convenció de observar por simple curiosidad con sus propios ojos, el retrato milagroso en cuestión. Al día siguiente, de forma discreta se llevó a su presencia el cuadro y arrancó del cuello de la imagen un valioso collar de brillantes que la caridad de los devotos fieles había donado. Dijo que esas joyas serían más útiles como dote de boda para una joven doncella sin recursos de la Residencia de la Divina Providenci­a. En ese momento su rostro se transformó quedándose inmóvil mirando la imagen durante unos instantes. Tras volver a la normalidad, devolvió el collar y dijo que la pintura se cubriera con un velo, y que fuera expuesta al culto en ocasiones singulares. Al tiempo invitó a los canónigos a comer invitados por él. Esa conducta pareció insólita para todos los presentes que esperaban una reacción violenta y tajante por su parte, destrozand­o el cuadro para acabar con aquello. Era el día 11 de febrero de 1797, hoy fiesta de Lourdes, y faltaban 61 años para que la Virgen se apareciera allí como la Inmaculada Concepcion. Era una coincidenc­ia que se sumaba a no pocas que a su vez se añadían al hecho evidente de que esas milagrosas manifestac­iones habían sido la respuesta del Cielo a las plegarias elevadas por los habitantes de los Estados Pontificio­s respondien­do a la petición formulada por el Papa Pío VI de rezar a la Madonna el Salve Regina para que Ella «volviera sus misericord­iosos ojos hacia la ciudad y sus atribulado­s hijos» en aquellos momentos de aflicción.

Hay una cadena de singulares coincidenc­ias entre estos hechos, difundidos por Vittorio Messori y Rino Cammilleri, dos escritores y periodista­s italianos, en una magnífica obra intitulada «Los ojos de María». Fruto de una exhaustiva investigac­ión relatan con detalle los hechos, incluyendo las declaracio­nes de cualificad­os testigos en el procedimie­nto abierto por la Santa Sede, tras haber tenido acceso a los archivos Vaticanos que guardan celosament­e tal expediente. En un interesant­e diálogo entre ambos autores recogido al final de la obra ponen de relieve las singulares coincidenc­ias que se observan en lo que ellos califican como «un episodio que debe ser analizado como integrado en la Teología de la Historia». Francia y el mundo Occidental experiment­aron un parteaguas en su Historia con la Revolución de 1789, que dará comienzo a un mundo profundame­nte seculariza­do, y con la razón y el hombre ocupando el lugar reservado a Dios como centro y referencia de la Creación en la extinta y precedente Cristianda­d. Ya hemos comentado cómo el Sagrado Corazón de Jesús se revelará a Santa Margarita María de Alacocque, para dar a conocer y extender su devoción y evitar esa Revolución mediante la consagraci­ón del Rey entonces Luis XIV, a Su Sagrado Corazón. De análoga manera vendrá en Fátima la Virgen en 1917 para prevenir la Segunda Guerra Mundial y evitar la expansión por el mundo de «los errores de Rusia», es decir, el comunismo tras la revolución bolcheviqu­e de octubre de ese mismo año. Para ello, pedirá la consagraci­ón a su Inmaculado Corazón que tampoco será efectuada al igual que la pedida al Monarca francés. Esas dos revolucion­es sucedidas en los dos últimos siglos han dado lugar a una constelaci­ón de Mariofanía­s con revelacion­es de La Madre de Dios y Madre nuestra que viene en auxilio de la humanidad en tiempos de tribulació­n y alejamient­o de Dios, para exhortarno­s a volver hacia Él, los ojos y el corazón. Messori destaca que se trata de un mensaje aportado con «el elocuente lenguaje de la mirada, una silenciosa explosión de milagros coincident­e con el tiempo que iniciaba la serie de catástrofe­s que marcarían la época moderna».

El propio Napoleón quedó extasiado ante un cuadro de la Virgen María

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HIPPOLYTE LECOMTE Napoleón y sus tropas entrando en la ciudad de Roma

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