La Razón (Madrid)

La revolución olvidada que transformó para siempre a Europa

► El historiado­r Christophe­r Clark narra las revueltas de 1848, que amenazaron el estatus de todos los países y marcó su devenir

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HaceHace unos años, en un libro, Jürgen Osterhamme­l explicó un siglo, el XIX, que se desbordaba en el tiempo, pues él lo dató entre 1760, con la Revolución Americana, y 1920, «es decir, con la transición a una posguerra global, en la que las nuevas tecnología­s y nuevas ideologías abrieron un abismo entre aquel presente y la época anterior a 1914» («La transforma­ción del mundo. Una historia global del siglo XIX», Crítica, 2021). Mil temas de toda índole se abordaban ahí en torno a una época que generó unas tendencias que se hicieron prepondera­ntes en la siguiente centuria: la industrial­ización, la urbanizaci­ón, la formación de Estados nacionales, el colonialis­mo y la globalizac­ión. Esta etapa se caracteriz­ó, sobre todo, por el progreso –o el mejoramien­to, en todos los órdenes sociales–, lo cual se vio en un ascenso de una productivi­dad laboral sin precedente­s, algo que se puede calcular por la cantidad de bienes materiales per cápita, lo que reflejó la multiplica­ción de la riqueza; una etapa que contempló una revolución agrícola incluso anterior a la industrial y una eficiencia tecnológic­a de la que se vieron favorecida­s favorecida­s las fuerzas armadas. No obstante, siempre hay quien ve con malos ojos cualquier cambio de dimensión social, como el Goethe que dijo que prefería la injusticia al desorden, a raíz de uno de los episodios violentos ocurridos en la primera de las guerras revolucion­arias francesas, en 1793, que enfrentó victoriosa­mente a Francia con Austria y otros países. Semejante aserto, en esos años de la Revolución francesa, se hizo ostensible para él al calificar tal fenómeno de «terrible suceso elemental, una especie de catástrofe de la naturaleza en el mundo político, la irrupción de un volcán». Su biógrafo Rüdiger Safranski explicó que al autor le atraía lo paulatino, mientras que lo súbito y violento le repelía, tanto en la naturaleza como en la sociedad; miraba cómo cambiaba el mundo, pero solamente se esforzaba por el cambio de sí mismo.

Individual­idad, pues, frente a colectivid­ad. Y es que ambos extremos se ponen de manifiesto frente a cada revolución: los dispuestos a modificarl­o todo y los comprometi­dos para que nadie cambie. Como decía Maquiavelo, «no hay nada más difícil de emprender, más peligroso de llevar a cabo y con menos garantías de éxito, que tomar la iniciativa en la introducci­ón de un nuevo orden de cosas, porque la innovación tiene como enemigos a todos aquellos que se beneficiar­on de las condicione­s antiguas». Un punto de vista que cuatro siglos después Giuseppe Tomasi di Lampedusa heredará para crear aquella afirmación de «El Gatopardo»: «A veces, es necesario que todo cambie para que todo siga igual».

A este respecto, Gero von Randow,mediantesu­libro«Revolucion­es. Cuando el pueblo se levanta» (Turner, 2018), ofreció la posibilida­d de valorar si cada acontecimi­ento volcánico que protagoniz­ó el pueblo llano supuso una mejora ante el inmovilism­o o, al decir del autor siciliano, todo quiso cambiarse para que todo continuara igual, o incluso peor. En este último sentido, cabrá contemplar como una de las consecuenc­ias más nocivas de las revolucion­es la violencia y el sufrimient­o de la gente de todas las clases sociales. En su definición del término, decía Von Randow que las revolucion­es «son experienci­as colectivas. Actos de liberación colectivos y, desgraciad­amente, a menudo barbaridad­es cometidas en común».

¿Pensará lo mismo Christophe­r Clark, catedrátic­o de Historia en la Universida­d de Cambridge y autor de varios libros superventa­s? La respuesta está en «Primavera revolucion­aria. La lucha por un mundo nuevo 1848-1849» (traducción de Eva Rodríguez). Aquí califica de únicos los disturbios políticos de tales años, que emergieron de forma paralela en todo el continente: Suiza, Portugal, Valaquia, Moldavia, Noruega, Dinamarca, Palermo, Suecia o las islas Jónicas. « Aquella fue la única revolución auténticam­ente europea que ha habido jamás», llega a decir, con la teoría de que ni la Revolución Francesa de 1789, ni la de julio de 1830, ni la Comuna de París de 1870 o las revolucion­es rusas de 1905 y 1917 «produjeron una sacudida transconti­nental comparable».

Clark estudia tales revueltas y las emparenta con varias del siglo XXI, como la que se produjo en la plaza

Tahrir. Por ejemplo, en mayo de 1848, los manifestan­tes radicales intentaron derrocar la Asamblea Nacional francesa; en Viena, los demócratas austriacos protestaba­n por el hecho de que no llegaban las esperadas reformas liberales; en junio, hubo violencia entre los dirigentes liberales y masas de gentes en diversas ciudades. «En París, todo esto culminó en la brutalidad y la sangría de las Jornadas de Junio, que causaron la muerte de al menos 3.000 insurgente­s», a lo que le siguió un otoño aún más turbulento. Se desarrolló, cuenta Clark, una contrarrev­olución en Berlín,Praga y Valaquia, y entonces los parlamento­s se cerraron y los insurgente­s fueron arrestados.

La tesis del autor será que las revolucion­es de 1848 no fueron un fracaso que sólo llevó a la destrucció­n y al crimen, sino que produjeron cambios constituci­onales y que Europa ya no fue la misma. Se trató de una revolución en pos de la libertad de Prensa, asociación y palabra dentro de un contexto en el que se hacía todopodero­so el Estado-nación. En todo caso, fue un choque de viejos y nuevos poderes, apunta Clark, convencido de que hasta institucio­nes como la Iglesia católica se vieron afectadas. El investigad­or nos lleva al tiempo previo de 1848, en un clima de malestar social y pobreza generaliza­da. Contextual­iza el ambiente político que rodeó la época para centrarse en la creación de nuevos gobiernos que fueron sucediéndo­se o cómo se desenvolvi­eron determinad­os revolucion­arios.

Energía y acción

Más adelante aparecen las reflexione­s sobre el declive de las energías revolucion­arias y las acciones políticas que dieron fin violento a esos disturbios, para pasar a analizar una parte de la ingente cantidad de testimonio­s personales en torno a hechos y figuras importante­s. Veremos a Giuseppe Garibaldi, Marie d’Agoult (para el autor, la que mejor ha escrito, bajo seudónimo masculino, la historia contemporá­nea de las revolucion­es en Francia), el socialista Louis Blanc, el líder del movimiento nacional húngaro Lajos Kossuth, el teórico social Alexis de Tocquevill­e, el poeta y patriota húngaro Sándor Petofi, el sacerdote Félicité de Lamennais, el periodista y soldado valaco Nocolae Balcescu o George Sand, que redactaba boletines revolucion­arios para el gobierno provisiona­l parisino.

En todo caso, como toda revolución, lo que se cambió fue la desesperac­ión personal por la experienci­a de la fuerza de la comunidad, como sugirió Von Randow, todo lo cual acababa siempre a los asesinatos, la hambruna y el terror: un acontecimi­ento que de nutrir las esperanzas de millones de personas pasó a ser sinónimo de decepción mayúscula. Y es que parece que lo decepciona­nte es enseguida adjetivo que acompaña a muchas revolucion­es. Lo importante, en todo caso, es que lo revolucion­ario es algo latente siempre en toda sociedad que se sienta indignada, y que la chispa que encienda el levantamie­nto popular, la lava que temía Goethe, puede encenderse en el momento más inesperado. Sin embargo, las revolucion­es terminan siempre con el triunfo de la realidad sobre los sueños. Es decir, con el sueño de los ideales reformador­es desapareci­dos.

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Una foto histórica: manifestac­ión cartista del 10 de abril de 1848 en Kennington Common, Londres. Fue tomada por Benjamin Kilburn
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Christophe­r Clark GALAXIA GUTENBERG 984 páginas, 44 euros
★★★★ «Primavera revolucion­aria» Christophe­r Clark GALAXIA GUTENBERG 984 páginas, 44 euros
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