Ser Superman cada vez es más duro
Todavía hoy, en los resquicios polvorientos de la primera internet de masas, se pueden recuperar los archivos. Como perdidos y congelados en la Fortaleza de la Soledad, los comentarios dañinos se acumulan, esperando a un nuevo portador de la capa, desde los tiempos en los que a ningún loco se le ocurría hablar de salud mental: «¡Jamás será mi Superman!» o «¡Está gordo!», se lee aún hoy en foros que datan del año 2005, cuando se anunció que el actor Brandon Routh se convertiría en Superman para una nueva película, «Superman Returns», estrenada un año más tarde. Routh, que por suerte vivía fuera del bucle de los megas de bajada y subida, ya ha hecho las paces con el proyecto, el personaje y la alargada sombra de Christopher Reeve, pero nada nos había preparado, envejeciendo como leche en cartón, para que aquella película, a veinte años vista, estuviera firmada por un presunto acosador de menores (el mismo Bryan Singer al que pillaron con el carrito de los helados mientras dirigía la igual de estomagante « Bohemian Rhapsody») y tuviera como antagonista a un malo, llamado Kevin Spacey, que además de ser malo en la vida real también era un tremendo pesado.
Y es que la amenaza a la que se enfrenta el ilustre inmigrante, la segunda venida del Übermensch a la Tierra, ahora ha recaído sobre los hombros del bueno de David Corenswet, al que esta semana veíamos por primera vez con el símbolo de KalEl en el pecho. James Gunn, en su reestructuración faraónica del universo cinematográfico de DC Cómics, le ha elegido como último kryptoniano y, ¿a que no lo adivinan? Los comentarios negativos no han cesado desde que se conociera la primera imagen oficial. Más que por el físico de Corenswet, aunque las viudas de Henry Cavill le sigan reclamando como el único heredero digno de llevar los calzoncillos por fuera, las críticas se están centrando en el aparente tono « colorido » de la adaptación de Gunn, un director que, recordemos, nació en la serie Z rodando películas de pollos mutantes y que rozó el cielo gracias a Marvel y la elasticidad cómica de «Guardianes de la galaxia», firmando una trilogía ejemplar. También, y como no podía ser de otra manera, ha llamado la atención esa especie de resignación con la que Gunn ha dibujado este primer vistazo a su interpretación de Superman, como asumiendo que esa amenaza con forma de medusa del «skyline» de Metrópolis es una responsabilidad individual, un impuesto por poder hacer girar el planeta sobre su propio eje o poseer visión de rayos X.
Sea como sea, y siendo conscientes de que Gunn conoce mejor el material original que cualquiera de los osados que se atreva a cuestionarle, es de rigor recordar que ser Superman, por estricta composición ontológica, es cada vez más difícil. En un mundo instantáneo, tanto el de la ficción como el que tendrá que recibir la película, la moralidad del héroe inquebrantable se hace añicos en fondo y forma: cuando Kansas no sabe todavía si tiene que votar a un candidato senil y sobón o a otro charlatán acusado de abusos sexuales y en pleno proceso judicial, importa realmente poco dónde y cómo quede de destruido el patio trasero de la familia Kent. La cólera incendiaria, esa misma que debería alejarse siempre del personaje y que acabó destrozándolo (de nuevo en fondo y forma) en las absurdas y aburridas películas de Zack Snyder, nunca podrá asociarse con Superman por la sencilla razón de que el Hombre de Acero es también el de la Empatía, el Dios que decide no serlo y que, para más estigma, se camufla con gafas de juntaletra, acaso la profesión más denigrada en nuestro tiempo. Ser Superman cada vez es más difícil, y así debe seguir siéndolo.