La Razón (Madrid)

La boda de la abeja reina

- Abel Hernández

EranEran tiempos en que al campo no habíanlleg­ado los pesticidas y el aire se poblaba de insectos y de pájaros. Vi de niño en el pueblo enjambres colgados de la rama de un árbol como racimos de oro. Y contemplé muchas veces al tío Quirino acudir presuroso, al oír el rumoroso zumbido, dispuesto a cazar el enjambre a cuerpo gentil y un saco en la cabeza. Con unas palmadas secas y un sahumerio conseguía por arte de magia meter a miles de abejas en el rudimentar­io vaso de mimbre, forrado de boñiga seca de vaca, con el que enriquecía su humilde colmenar.

Las abejas, esos pequeños seres prodigioso­s, esenciales para el ecosistema y el mantenimie­nto de la vida en la Tierra, están disminuyen­do alarmantem­ente de año en año por el veneno que se derrama sobre los cultivos. Aun así aportan a Europa veintidós mil millones de euros al año, y en España producen 33.000 toneladas anuales de miel. No me importa confesar que yo tomo con el desayuno jalea real, el alimento de la abeja reina, que dicen que es el elixir de la juventud. La organizaci­ón social y monárquica de un enjambre es asombrosa. Conforman el reino de las abejas entre 600 y 1.000 zánganos, unas 20.000 o 30.000 obreras, que llegan a 80.000 en pleno desarrollo, y la reina. Las obreras, con los «espejos» de su vientre, producen la cera en forma de escamas; luego con los maxilares construyen los panales, esa portentosa obra de arquitectu­ra. Se dedican después a libar las flores y llenar de miel las celdillas, que serán la dulce despensa.

La reina madre es la única reproducto­ra en la bulliciosa ciudad. Es más grande, hermosa y poderosa que las demás. Una diosa. La fecundan los zánganos fuera de la colmena. Efectúa el vuelo nupcial a mediodía, con buen tiempo, un hermoso día de sol, rodeada de los pretendien­tes. Vuela muy alto, por las altas regiones del aire, durante horas, seguida de sus perseguido­res, a los que cansa poniendo a prueba su ardor. La persecució­n puede durar días enteros. Muchos abandonan agotados. Los últimos zánganos que resisten, los vencedores, fecundan a la reina y pagan su pasión con la muerte. Después ella con el esperma almacenado en su cuerpo fecunda los huevos a voluntad. De los fecundados nacen las obreras y de los no fecundados, los zánganos. Si la reina muere, las obreras suspenden su trabajo, muchas se dejan morir en solidarida­d y las demás buscan otro enjambre. De este trasiego se aprovechab­a el tío Quirino, el colmenero de mi pueblo.

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