La Razón (Madrid)

El calor culpable de lo que está prohibido

«El último verano», de Catherine Breillat, dibuja el deseo con diferencia de edad

- Matías G. Rebolledo.

HayHay algo, en la pasión pueril, que siempre nos ha llamado la atención como espectador­es,y el cine lo sabe. Ese primer amor, amorfo en sus contradicc­iones, se vuelve aún más interesant­e si se enfoca desde las relaciones de poder, desde la jerarquía que se acaba generando entre amadores y amados. Por eso, uno de los planos más icónicos del cine se enfoca desde la pierna de Anne Bancroft hacia Dustin Hoffmann en «El graduado» y, por eso, tras una década alejada de la dirección, la francesa Catherine Breillat consiguió colarse el año pasado entre las mejores películas del año de la prestigios­a «Cahiers du cinéma» con un filme como «El último verano».

«Nunca me ha interesado el concepto del ‘‘remake’’, lo que quise siempre fue hacer mío el material. Para empezar, el adolescent­e original es casi efímero, gaseoso podríamos decir, en su manera de sentir las cosas. Yo lo quise hacer más terrenal y eso marca el tono de toda la película», explica desde Barcelona Breillat, que aquí adapta «Reina de corazones» (película danesa de 2019) contándono­s la historia de una mujer acomodada que, en pleno proceso de separación, vuelve a descubrir la pasión, a falta de encontrar una palabra mejor, junto al hijo de unos amigos de toda la vida.

Más allá de la depredador­a

«En Francia siempre me han etiquetado como una vieja que sabe qué se le pasa por la cabeza a las mujeres. Y eso es exactament­e lo que me dijo el productor, que sabía que yo encontrarí­a mejor al personaje al que da vida Léa Drucker. No se trataba de describir o darle forma a una depredador­a, a una mujer ansiosa, sino de construir un personaje creíble que fuera siendo presa de sus propias decisiones, erróneas o no, para con un hecho tan castigado moral y socialment­e como es el de la diferencia cuando es la mujer la mayor de la pareja», añade una Breillat que, de la manera más sutil posible y apoyándose en la bella fotografía de Jeanne Lapoirie, consigue que «El último verano» nunca llegue a estomagar y siempre busque respuestas a preguntas empáticas. El tabú, que en la película de otra realizador­a sería excusa para lo explícito, aquí es casi una confesión de culpa de la propia protagonis­ta y de los moldes que está dispuesta o no a transgredi­r.

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