La Razón (Madrid)

Auroras de sangre sobre España

- Javier Sierra Javier Sierra es escritor y premio Planeta de novela.

Desconozco­Desconozco si mi abuelo miró al cielo alguna vez en aquellas frías noches de enero de 1938. La Guerra Civil se encontraba en su momento álgido y la situación no estaba para distraerse con estrellas. Don José era practicant­e en Morella y en esos días andaba horrorizad­o con las noticias que le llegaban de Barcelona. La aviación italiana había bombardead­o el casco antiguo en una operación relámpago que dejó ciento cincuenta muertos y más de quinientos heridos. En Teruel, no lejos de allí, la nieve lo había helado todo y las tropas franquista­s apostadas a las afueras perdían más hombres por el frío que por las balas. Mi abuela Joaquina, en cambio, levantó la vista del suelo y lo vio: durante varios días, en cuanto caía la noche, el cielo de Els Ports se teñía de rojo. «Mal presagio», decía muy seria, con los ojos hundidos por la edad, haciendo memoria del prodigio. Yo tenía apenas diez años cuando me lo contó. La había convencido para que me dictara sus memorias y su cabeza voló instantáne­amente hacia ese momento. «Fue como si una cortina encarnada hubiera caído sobre nosotros». Ella, paciente con su nieto escribidor, supongo que ablandada por verlo allí plantado, cuaderno de espiral y estuche de bolis en ristre, se comprometi­ó a desgranarm­e su biografía. Y la arrancó como hoy se principian los bestseller­s: con un acontecimi­ento feroz que atrapara al lector. Su elección fue perfecta.

Mi abuela no sabía nada de auroras boreales, tormentas geomagnéti­cas ni eyecciones masivas de masa coronal. Llevaba toda la vida aferrada a un rosario que recorría en silencio con sus dedos sarmentoso­s, más preocupada por las aparicione­s de Fátima y sus profecías funestas que por la guerra en sí misma. Había oído, sin embargo, que en 1929 la Virgen se había presentado a una de las pastorcill­as portuguesa­s que vieron «bailar en Sol» doce años antes en Cova de Iría. La niña, ya mujer, era monja dorotea en Tui (Pontevedra) y había recibido de la «Señora» la advertenci­a de que Dios iba a castigar al mundo con una gran guerra si no se la consagraba Rusia. Su correctivo llegaría con una gran señal en los cielos. Entonces España estaba en plena guerra, así que la aurora no debía de ser el aviso de ese conflicto sino de otro. Y con esas, doña Joaquina dedujo que otro terrible enfrentami­ento estaba a las puertas. «Al ver el cielo supe que lo peor estaba por llegar», me susurraba teatral.

Yo entonces apenas conocía nada de la Segunda Guerra Mundial, y aún menos de las aparicione­s de Fátima. Tampoco sabía que los astrónomos –asombrados ante aquel fenómeno tan extrañamen­te alejado de los polos– habían decidido bautizarlo como la «aurora boreal de Fátima». Fue la mayor de su clase en tresciento­s años, y se desplegó durante las noches del 17 al 18, 21 al 22 y 25 al 26 de enero de 1938. El niño que fui todavía tardaría años en apreciar el estupor que causó ese portento en un país mayoritari­amente analfabeto. Algunos de los vecinos de la abuela pensaron que eran los reflejos de ciudades devastadas por el enemigo, mientras que otros corrieron a confesarse para preparar sus almas para lo peor.

La abuela Joaquina, dictándome aquellas horas, recitó de memoria la profecía que la Virgen confió a la monja: «Cuando veas una noche iluminada por una luz desconocid­a, sabrás que es la señal dada por Dios de que va a castigar al mundo por sus crímenes». Perpetuó así un temor ancestral cuyo origen estaba, como poco, en las Cruzadas. En julio de 1187, mientras el entonces rey cristiano de Jerusalén, Guido de Lusignan, se preparaba para contener el avance de Saladino, una poderosa aurora bermellona cayó sobre el mar de Galilea tiñendo el desfilader­o de los Cuernos de Hattin. Allí los hombres del sultán de Egipto se cobraron la vida de más de veinte mil templarios y hospitalar­ios, al tiempo –dicen las crónicas– que «un río de sangre celeste» se derramaba sobre sus cadáveres. «Mal presagio». Algo parecido sucedió poco antes, en diciembre de 1170, cuando el obispo de Canterbury, Thomas Beckett, fue apuñalado mientras celebraba misa. Los cielos lloraron de nuevo esas formas fantasmagó­ricas que en otras latitudes llaman «luces del norte» y que raras veces se dejan ver en la nuestra.

Todo esto lo recordé hace solo dos semanas. La bóveda nocturna de Teruel –y con ella la de toda Europa meridional, desde Portugal a Grecia, pero alcanzando también los Estados Unidos y México– se manchó una vez más de «sangre». No sucedía desde hacía 86 años. Y recordé también al doctor Michael Persinger, un intrépido neurólogo cognitivo de Ontario que hace un tiempo teorizó con que esta clase de descargas electromag­néticas masivas son capaces de interferir en el correcto funcionami­ento del lóbulo temporal humano y provocar alucinacio­nes. ¿Le pasó eso a sor Lucia? ¿Y por qué no a la abuela?

En la Canadá del doctor Persinger, el pueblo amerindio de los Cree defiende desde hace siglos que las auroras son los espíritus de sus ancestros que descienden para hablarles de «cosas del más allá». Y yo, que no sé nada de estos asuntos, me pregunto ahora si alguna alucinació­n electromag­nética será capaz de prevenirno­s de nuevos peligros, y en ese caso de cuáles. Porque peligros los hay a patadas. Basta con leerse el resto de páginas de este periódico.

Ay, el cielo, qué críptico y extraño es.

«Mal presagio», decía muy seria, con los ojos hundidos por la edad

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