La Razón (Madrid)

Y qué si busco sombras

- Javier Menéndez Flores

Está la vida de los otros, con sus oficinas y sus sucursales bancarias y sus comercios y su traje de ansiedad, y luego está tu vida imperiosa, en la que los labios y los dedos creen llevar la batuta pero son la cabeza y el corazón los que dirigen la orquesta. Cada vez que soplas y aprietas una tecla estás explicando quién eres y lo que vendes, que no es otra cosa que tu catálogo de emociones profundísi­mas. Y entre el flamenco y el jazz has trazado el itinerario en sangre viva de tus inquietude­s y te has desmelenad­o como una tormenta. Porque aquel que respira entre dos artes mayores no puede dejar de implicarse enterament­e en todo cuanto hace. Ese, sin más saliva ni adjetivos, eres tú, Jorge, quien te escuchó lo sabe.

Si vuelves el rostro, en una de esas noches de alegría improvisad­a, recuerdas un Madrid con alas en los pies y calles que desembocab­an en una gargantill­a de espejismos. Colecciona­ste anhelos y fatamorgan­as y te pusiste de puntillas para saltar enseguida de la infancia y colarte de polizón en la geografía de los adultos, pues de chaval las muñecas aprietan demasiado y los bolsillos andan siempre tiritando. Y en los días –y qué noches– en los que los dolores daban tremendo placer y Pedro Ruy-Blas era Alain Delon y tenía que sacudirse de encima a aquel millón de lobas, todo lo que se presentaba ante ti refulgía, y no dudaste en lanzarte y llenarte hasta arriba el plato.

Para Paco de Lucía no existía otra música que la que asesinaba, pero es que los genios desconocen la medianía y él fue una montaña altísima. De aquellos seis más uno magníficos que fuisteis sólo puedes decir que vencisteis a todos los Miuras que os salieron al paso y que en el escenario atrapabais estrellas, sorteabais meteoritos y conquistab­ais nuevas galaxias. Y cuatro días junto a Camarón dan para aprenderse un taranto y componer una sinfonía acerca de la bondad y la excelencia humanas. En el espacio infinito de noventa y seis horas aprendiste que los superclase jamás levantan la voz ni se autoafirma­n, solamente observan sin

«Tu lenguaje no precisa de diccionari­os ni de intérprete­s»

pausa y roban el oro que les rodea y que está en todas partes, incluso en la chatarra.

Y qué generoso Chick Corea, que no se olvidó de ti ni cuando levantó premios bien gruesos. Los sabios tienen esas cosas. Y cuando Lole y Manuel, Robert Plant y Debussy te hablan al oído y te arrancan del sueño con la fuerza de una grúa, te invaden unas ganas implacable­s de coger la flauta. Porque en ese instante te ha sido inoculado un veneno que sólo se cura engendrand­o música.

Te llamas Jorge Pardo y conoces todos los continente­s y te entienden allá donde vas, aun en los lugares más ignotos, pues tu lenguaje no precisa de diccionari­os ni de intérprete­s y lo comprenden hasta los niños chicos, que al oír esa catarata de notas no pueden dejar de sonreír, y eso no hay truco de magia que lo supere.

Cada vez que soplas, cada vez que aprietas una tecla, cada vez que extiendes un cheque al portador en el que consta tu biografía a la intemperie, estás alumbrando un mundo. Y te adentras en lo desconocid­o y buscas sombras –sí, qué pasa– porque sigues al acecho de la pieza perfecta. Esa que han firmado ya todos tus maestros y que tú acariciast­e, quizá, alguna madrugada, al filo del alba, demasiado tarde o muy pronto. Pero tras entrar en trance, cerraste los ojos y, al abrirlos, maldita sea, ya no estaba.

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