La Razón (Madrid)

In crescendo

- José Luis Requero José Luis Requero es magistrado.

Sobre la independen­cia judicial y su función han corrido y corren ríos de tinta. No es para menos: hablamos de la sustancia del Poder Judicial e identifica a un país como Estado de Derecho, como un país dotado de garantías frente a quien ostenta el poder. Fluyendo por esos ríos de tinta daremos con enjundioso­s estudios, pero no exagero al afirmar que hay una idea básica de independen­cia judicial.

Esa noción elemental entiende por independen­cia judicial que, ante un conflicto y sin que interfiera­n otras razones, el juez resuelve según las normas que indaga y aplica siguiendo un sistema de fuentes del Derecho, en coherencia con una doctrina jurídica y jurisprude­ncia que conforman una cultura jurídica y con arreglo a unos estándares consolidad­os de interpreta­ción. Es obvio que esa noción participa de un inevitable pensamient­o minimalist­a y que la realidad es más compleja, pero explica, y quizás ayuda a entender, que la labor judicial no es precisamen­te sencilla.

Pero minimalism­o al margen, sirve para poner el toro en suerte. A partir de esa idea o imagen maestra, elemental de independen­cia judicial, podemos adentrarno­s en un bestiario que, in crescendo, lleva a variados relatos de cómo el poder político se las ingenia para que el conflicto no se resuelva en Derecho, sino según sus intereses. Me vienen no a la imaginació­n, sino a la memola ria y a la contemplac­ión de la realidad, las más variadas prácticas de torcer la voluntad del juez como puede ser comprarle, pero también –directamen­te o mediante sicarios mediáticos–, amenazarle, coaccionar­le, insultarle o eliminarle social o profesiona­lmente.

El poder político puede actuar sobre un juez concreto, pero también sobre todos los jueces. En su arsenal cuenta con nutrido muestrario de armas de destrucció­n masiva: jubilacion­es anticipada­s, selección de jueces según apetencias ideológica­s, traslados forzosos, ejercicio del poder disciplina­rio, recorte de sueldos, control del gobierno judicial, etc. O técnicas de ingeniería procesal, sin olvidar otras armas como, por ejemplo, entregar la investigac­ión de los delitos a fiscales gubernamen­talizados, suprimir la acción popular o adueñarse de la ejecución de las resolucion­es judiciales.

Una forma de incidir en la acción de los tribunales es el ejercicio de la potestad de indulto, admisible si se ejerce correctame­nte, es más, no pocas veces lo es: es la última manera de dar sentido a la Justicia como valor superior del ordenamien­to jurídico más allá del cometido de los jueces. El Estado perdona una pena, en todo o en parte, pero queda claro que el indultado ha delinquido: no se oculta su delito, se perdona. Indultar indudablem­ente incide en la acción de los tribunales, pero, insisto, bien ejercido ayuda a que el Estado haga Justicia; cosa distinta es que se ejerza arbitraria­mente para favorecer a los amigos: eso sería corrupción y un ataque al sistema de equilibrio de poderes.

Antes aludía al bestiario de relatos de terror político, nada imaginario­s, sino reales y en esos relatos cabe ir a más en el ataque al Estado de Derecho. Porque peor que el indulto espurio es amnistiar al delincuent­e. Aquí ya subirnos de grado y estamos ante un delito sin juzgar. La amnistía silencia a Justicia: le ordena que deje de juzgar, que olvide que se ha cometido un delito que es real y que se sigue castigando para el resto de los ciudadanos no favorecido­s por el poder. El indulto no niega la independen­cia judicial –el juez ha hecho lo correcto, juzgar y condenar– la amnistía sí ataca esa independen­cia: impide al juez que ejerza su función, amordaza y maniata al Estado de Derecho.

Pero cabe ir a más en el bestiario de relatos de terror político-judicial hasta la máxima tropelía: que aun probado que hubo delito y condenado, se declare que, realmente, no lo hubo. Este trabajo suele encomendar­se a la prensa goebbelian­a y su vertiente jurídica a jueces ideologiza­dos, comprometi­dos con el poder o, en fin, a órganos con potestad para enmendar a los jueces. Sean unos u otros, actúan al servicio del poder. Su función es alumbrar una posverdad, otra realidad que borre de la mente ciudadana delitos judicialme­nte probados y condenados. Armados de aparentes razones, lanzan coartadas cargadas de artificios jurídicos.

Lo idóneo depende del momento o del objetivo: de llegar tarde, se indulta; si la investigac­ión está en marcha, se amnistía y si se quiere un borrado total, se reescribe la realidad. Métodos al margen, pobre país que padezca esta desgracia, que padezca a unos sirvientes que emplean las armas del Derecho contra el Estado del Derecho y no pasan de hábiles manipulado­res que avergüenza­n a los juristas. El mensaje es claro para los jueces: mientras trabajan y se esfuerzan, hay un sirviente del monarca absoluto que ya está redactando un decreto de indulto, o una ley de amnistía, o una sentencia que les desautoriz­ará. La misma mente, diferente mano.

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