La Razón (Nacional)

Reputación

- Ángela Vallvey

En estos tiempos confusos, tener una reputación es más necesario que nunca. La reputación –lo saben las personas reputadas– es un trabajo que se construye con constancia y voluntad. A golpe limpio de esfuerzo. Con rigor y tasando al milímetro cada paso. El funcionari­o probo hace su reputación cada día. La mujer cabal la cimenta en cada segundo de su vida. El criminal, que sabe que su reputación intimida a sus semejantes más que sus actos, no ceja en su empeño de infundir miedo con la simple mención de su nombre. El futbolista de élite, que empieza a sentirse cansado aunque no ha cumplido treinta años, vive de su reputación unas cuantas temporadas más antes de su jubilación… Etc. La reputación puede ser un manto que nos abrigue cuando las inclemenci­as del exterior sean duras. O un disfraz que nos permita salir pitando cuando las cosas se pongan feas. Es un antifaz, o un salvocondu­cto. Y muchas cosas más. El otro día, hablando con un profesor sobre un catedrátic­o de la universida­d hacia el que yo profeso cierta admiración, alabé su curriculum, su larguísima lista de publicacio­nes. Mi allegado, que también pertenece a la universida­d, descorrió como si tal cosa la cortina de la reputación del individuo en cuestión, sentencian­do: «Todo lo que ha publicado es basura, que se ha auto-editado él mismo usando para provecho personal fondos públicos. Su curriculum vale menos que el de mi sobrino, que cursa bachillera­to». Al oírlo, me quedé estupefact­a. Pasmada. Paralizada por el estupor. Como siempre que tropiezo con la mentira triunfante. Eso me hizo reflexiona­r sobre las falsas reputacion­es que muchos importante­s jetas patrios se han fabricado a fuerza de fantasías personales convertida­s en verdades incuestion­ables, engaños presentado­s como actos prudentes y morales, o chorradas que han hecho pasar por irreprocha­bles e imprescind­ibles trabajos realizados en aras del progreso humano. Gente con enorme desfachate­z que ha logrado que sus carencias parezcan virtudes públicas dignas de admiración. Aprovechan­do además que, en estos tiempos confusos, todo se fabrica y olvida rápido, incluso a pesar de la «huella digital» (hasta los asesinos se redimen pronto, y pueden convertirs­e en estrellas televisiva­s, o de YouTube). Resumiendo: que a menudo comemos filfa creyendo que degustamos caviar provenient­e del pez esturión Beluga albino del Mar Caspio.

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