La Razón (Nacional)

Laicismo y ¿sociedad adulta?

La Iglesia católica, en concreto en sus relaciones con los poderes públicos o con la sociedad, no pide volver a formas de Estado confesiona­l

- Antonio Cañizares Llovera Cardenal y Arzobispo de Valencia

Menudea mucho últimament­e en el discurso político y social renombrar al apelativo «laico» para referirse a algunas realidades. Con mucha frecuencia se habla de una sociedad laica, de un Estado laico, de la escuela laica. Se hacen grandes y solemnes proclamas y juicios en este sentido. Se constituye plataforma­s con este adjetivo referidas a entidades sociales. Muchos son muy celosos en la defensa de este calificati­vo. Pero la verdad es que me preocupa el sentido que se da a este adjetivo: en buena parte de los casos con una fuerte carga ideológica, y con no poca confusión. Creo que se está generando una gran confusión que es preciso disipar, porque con ella se está caminando por un terreno resbaladiz­o en el que, con intención o sin ella, se está poniendo en tela de juicio nada menos que uno de los derechos fundamenta­les: el de la libertad religiosa, que está en la base de una sociedad democrátic­a, porque no es un derecho más entre los derechos, sino el más fundamenta­l, piedra angular en el edificio de los derechos humanos: se refiere a lo más íntimo del hombre, su conciencia. Pero es que, además y es lo más grave, lo que quiere decirse y propugnar es una sociedad sin Dios, en la que Dos no cuente para la esfera pública y social.

Viene bien recordar a propósito del tema que nos ocupa las palabras del Papa san Juan Pablo 11 al Cuerpo diplomátic­o. Las reproduzco en toda su extensión porque son ciertament­e muy clarificad­oras: «En los últimos tiempos, somos testigos, en ciertos países de Europa, de una actitud que podría poner en peligro el respeto efectivo de la libertad de religión. Si bien todo el mundo está de acuerdo en respetar el sentimient­o religioso de los individuos, no se puede decir lo mismo del hecho religioso, es decir, la dimensión social de las religiones, al olvidar los compromiso­s asumidos en el marco de lo que entonces se llamaba «Conferenci­a sobre la Cooperació­n y Seguridad en Europa». Con frecuencia se invoca el principio de laicidad, en sí mismo legítimo, si es comprendid­o como la distinción entre la comunidad política y las religiones. Pero ¡distinción no quiere decir ignorancia!¡La laicidad no es laicismo!. No es otra cosa que el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividade­s de culto, espiritual­es, culturales y caritativa­s y sociales de las comunidade­s de los creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicaci­ón entre las diferentes tradicione­s espiritual­es y la nación. Las relaciones Iglesia-Estado pueden y deben dar lugar al diálogo respetuoso, que transmita experienci­as y valores fecundos para el porvenir de una nación. Un sano diálogo entre el Estado y las Iglesias, que no son rivales, sino socios, puede sin duda favorecer el desarrollo integral de la persona y de la sociedad». La dificultad de aceptar el hecho religioso en el espacio público se manifestó, por ejemplo, de modo muy emblemátic­o con ocasión del debate sobre las raíces cristianas de Europa de hace unos años, o en el olvido de estas raíces al considerar el papel de la

Iglesia en España, que tan poco comprendid­a está siendo a la hora de edificar una humanidad nueva, realmente nueva y con futuro: Sin Dios no hay futuro para el hombre, lo digo con total respeto a los que no creen. Entre nosotros se está viendo esta dificultad en el debate continuo respecto a la enseñanza de la religión en la escuela estatal, o a la escuela de iniciativa social católica, o en el modo de juzgar actuacione­s de los Obispos por parte de personas públicas o de grupos, por ejemplo, cuando los Obispos se pronuncian sobre materia moral o que tienen que ver con la presencia de los cristianos en la sociedad y con las realidades temporales, pero que tienen una connotació­n moral. Es legítimo, ciertament­e, juzgar si se hace con verdad y justicia; pero es abusivo, cuando menos, pretender que la Iglesia o los que la integran callen sus creencias o sus enfoques morales propios ante realidades humanas o sociales que piden iluminació­n y orientació­n en fidelidad a lo que ella es, o descalific­ar –sin argumentar incluso– tales creencias y criterios morales sencillame­nte porque molestan o no se está de acuerdo con ellas, o no son «modernas». Llama la atención la batería de ataques y descalific­aciones en este orden de cosas. Estado laico, sociedad laica, quiere decir Estado, sociedad, aconfesion­al, que garantiza el derecho a la libertad religiosa a personas e institucio­nes, precisamen­te para que quepan las distintas confesione­s, religiosas o agnósticas, ateas..., pero no para que se establezca o imponga una nueva confesiona­lidad, un pensamient­o único: el laicista. La Iglesia católica, en concreto en sus relaciones con los poderes públicos o con la sociedad, no pide volver a formas de Estado confesiona­l. Sólo pide respeto a la libertad religiosa y demanda la aconfesion­alidad del Estado con todas sus consecuenc­ias y exigencias, sin ningún otro confesiona­lismo ideológico, y por eso, al mismo tiempo, deplora todo tipo de laicismo ideológico o separación hostil y excluyente entre las institucio­nes civiles y las confesione­s religiosas. Este es uno de los puntos nucleares que están en juego en la definición y construcci­ón de la nueva Europa, también de España. Es bueno volver a la Constituci­ón Española, y tenerla muy presente: lo que en ella se afirma y se reconoce es un Estado aconfesion­al que respeta y promueve el derecho inalienabl­e a la libertad religiosa, pero no un Estado confesiona­lmente laico, al menos de hecho, que cercena dicho derecho, cuando lo religioso o reduce al templo, al culto o las sacristías, es decir a la esfera de lo privado y de lo íntimo. El laicismo de Estado cercenando este derecho debilitarí­a la democracia y la convertirí­a incluso, más tarde o más temprano, en una tiranía.

El laicismo de Estado cercenando este derecho a la libertad religiosa debilitarí­a la democracia y la convertirí­a incluso, más tarde o más temprano, en una tiranía»

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