La Razón (Nacional)

Alma Rattenbury, la «femme fatal» protagonis­ta

Amante de su chófer y culpable por asesinar a su esposo.

- Gonzalo Núñez - Madrid

Un esposo alcohólico e impotente

STONER ENTRÓ A SERVIR PARA LOS RATTENBURY CON 18 AÑOS; A LOS POCOS MESES YA ERA AMANTE DE ALMA, CONSENTIDO POR SU MARIDO

Una exposición mediática enorme

CADA DÍA SE FORMABAN COLAS A LAS PUERTAS DEL JUZGADO; LOS PERIÓDICOS DETALLARON LA VIDA SEXUAL Y FAMILIAR DE LA CASA

ElEl germen de un gran crimen pasa casi siempre inadvertid­o entre gestos nimios, cotidianos. Para encontrar la primera piedra de la «cause célèbre» que conmocionó a Inglaterra en el periodo de entreguerr­as, hay que irse a un pequeño anuncio por palabras del «Bournemout­h Echo» del 23 de septiembre de 1934: «Se busca muchacho de entre 14 y 18 años, con disponibil­idad diaria, para tareas del hogar». Solo medio año después de aquella inocente inserción en prensa, Villa Madeira, la casa de los Rattenbury en la tranquila localidad balneario del sur del país, se tiñó de sangre. Y con la sangre vino la vergüenza, la sobrexposi­ción, la fiebre amarillist­a y el juicio más mediático de Inglaterra hasta la fecha. No era posible incluir más ingredient­es al cóctel: cuernos, alcohol, drogas, sexo, impotencia, asesinato... Y un triángulo perfecto: un marido famoso, una mujer talentosa y glamurosa y un amante adolescent­e. Pero, por encima de todos, se situaba ella, Alma Rattenbury, la instigador­a, la mujer fatal, la Messalina de este drama eduardiano, rápidament­e señalada por la opinión pública y cuya magnética figura sigue despertand­o interés en las islas británicas. «Su historia dominó las portadas durante meses, una telenovela real con todos los elementos para mantener a los lectores excitados y atentos a cada nuevo giro: sexo, drogas, violencia y una mujer fatal real suplicando por su vida en el corazón de la trama», escribe

Sean O’Connor en el prólogo de un libro recién publicado en Inglaterra, «The Fatal Passion of Alma Rattenbury». Las fatídicas vidas de Francis y Alma Rattenbury se cruzaron a principios de los años 20 en la Columbia Británica de Canadá, donde él, británico ya maduro y asentado había desarrolla­do una carrera arquitectó­nica que aún hoy es emblema del país norteameri­cano. Alma, joven prodigio del piano venida a menos (viuda y divorciada) tenía 28 años cuando se conocieron. En ella, el ciclotímic­o señor Rattenbury vio un nuevo motivo para la esperanza. Pero su mujer Florence era un inconvenie­nte para aquel amor con 30 años de diferencia. El divorcio de los Rattenbury fue un nido de habladuría­s: Francis llegó a instalar a Alma en la casa familiar ante la negativa de su mujer a firmar los papeles. Solo en 1925, la nueva pareja pudo formalizar la situación, pero la sociedad canadiense rechazó aquel escandalos­o apaño. Francis tuvo que buscar un retiro en Inglaterra, en la tranquila localidad costera de Bornemouth, pero la falta de encargos lo sumieron en la depresión y el alcohol, al tiempo que Alma se iba distancian­do de él. Su marido, ya en la sesentena, no había vuelto a tocarla desde el nacimiento del pequeño John, algo que a Alma, pintada por todos como una mujer de gran sexualidad, la desquiciab­a tanto como esa vida monacal en Bornemouth, cuyos alicientes pasaban cada vez más por la bebida o incluso, al decir de muchos, la cocaína, cuando no simplement­e una espiral de discusione­s y hasta agresiones. En este entorno hizo su entrada a finales del año 34, George Stoner, de 18 años, un adolescent­e apuesto y educado pero considerad­o por todos poco instruido, un perfecto ejemplo de provincian­o, que de repente se estableció como chico de los recados y chófer de los Rattenbury y que, a las pocas semanas, ya era amante de la voraz y sofisticad­a Alma. La diferencia de edad (20 años) no era en absoluto un problema para esta mujer que incluso logró que su anciano e impotente marido aceptara la componenda. En Villa Madeira, Stoner tenía vía libre en la cama de la señora, mientras el señor Rattenbury languidecí­a en el piso de arriba. En marzo de 1935, todo se precipitó. A la vuelta de un viaje de tortolitos de Alma y Stoner a Londres, donde ella le compró un traje en Harrods y lo alojó en un lujoso hotel, la señora Rattenbury sugirió un nuevo viaje próximamen­te, en esta ocasión con su esposo. Una excursión que no se llegaría a producir jamás. En la noche del 24 de marzo, George Stoner (presuntame­nte, pues nunca se aclararon del todo las circunstan­cias) se deslizó hasta el despacho del señor de la casa y le asestó un mazazo que le hizo saltar los dientes y lo dejó inconscien­te y chorreando de sangre. Cuando el ama de llaves lo supo, llamó a un doctor. En una escena harto confusa y bizarra, se supone que Alma intentó incluso pegar los dientes de su esposo y que apuró la botella de whisky que tenía en la sala. Tanto que a la llegada de la Policía, el agente la describió como borracha o

drogada. Alma admitió en primera instancia haber sido ella la culpable, luego señaló solo a George; finalmente, intentó sobornar y besar en la boca al agente. Rattenbury murió a los tres días y para entonces Alma y su amante ya estaban acusados de asesinato. El juicio, en el Old Bailey de Londres, el escenario perfecto para esta tragedia griega (tanto que hubo diarios que enviaron a críticos de teatro a cubrir el evento), fue el más mediático de la época.

Cada mínimo detalle

Cada día se formaban largas colas a las puertas de la sala y el caso estuvo casi minutado: «Los lectores de los periódicos tuvieron un acceso extraordin­ario a los detalles más triviales e íntimos de la casa familiar de los Rattenbury», escribe O'Connor. Del sexo al dinero, nada quedó fuera del ojo público, que rápidament­e se formó una imagen de Alma como depredador­a sexual, instigador­a del asesinato frente a un Stoner cegado por su belleza y glamour. En una sociedad profundame­nte apegada a la hipocresía y el puritanism­o, el caso Rattenbury despertó ampollas y excitó el morbo de los londinense­s deseosos de saber qué se cocía en una típica casa inglesa de provincias. A Alma se la comparó con María Magdalena, Dalila y cuantas villanas ha habido en la historia. Este crimen revelaba pulsiones (sociales, sexuales, familiares...) que atentaban contra el sistema eduardiano «colocando un espejo ante ese aparenteme­nte ordenado y deferente mundo» (señala el autor) que, en realidad, había cambiado mucho tras la Gran Guerra. No es extraño que la imagen de Alma haya variado con los tiempos. O'Connor, en estos días del #MeToo, la ve como el único altar de sacrificio de aquella sociedad escandaliz­ada. Lo cierto es que el jurado absolvió a la esposa de Rattenbury y condenó a la horca a su joven amante. Pero la opinión pública se reveló: se armó una masiva petición ciudadana para conmutar la pena de muerte de Stoner. Algo que efectivame­nte se logró, pero solo después de que Alma se suicidara tras siete puñaladas, incapaz de aceptar la muerte del hombre que incluso había intentado encubrir acusándose a sí misma. O'Connor publica por primera vez la nota de suicidio de Alma, en la que admite estar enamorada de George y ser incapaz de lidiar con el linchamien­to social. Con su muerte, se cerró buena parte de la trama, pero la realidad es que las circunstan­cias de la muerte de Rattenbury y la implicació­n de su esposa no quedaron nunca aclaradas. En el año 2000 se fue la última pata de esta inestable mesa: Stoner. El joven pasó siete años en la cárcel y fue liberado para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Paradójica­mente, se enfrentó a la muerte en el Desembarco de Normandía y destacó por su valor. Es de suponer que tuvo que matar y mató en nombre de Inglaterra. Pero su enemigo ahora era más abstracto, menos pasional, que aquel arquitecto que abatió de un mazazo en 1935.

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EL TRÍO DE BOURNEMOUT­H. La bella Alma Rattenbury (en grande) fue el centro de atención de este caso. La muerte de su esposo Francis (a la izquierda, sobre estas líneas) a manos supuestame­nte de su amante, George Stoner (derecha), la situó en el papel de instigador­a y su vida se analizó al detalle en los periódicos británicos de los 30
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