La Razón (Nacional)

La Constituci­ón por montera

La clave de bóveda del Estado social y democrátic­o de Derecho que diseña la Carta Magna es un Poder Judicial independie­nte que garantice la efectivida­d de los derechos y libertades

- Manuel Almenar Belenguer Presidente de la Asociación Profesiona­l de la Magistratu­ra (APM)

HaceHace una semana, el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial dirigía sendas cartas a los presidente­s del Congreso y del Senado, en las que se recordaba la obligación de proceder a la renovación del CGPJ, órgano de gobierno de los jueces, cuyo mandato de cinco años expiró el 4 de diciembre de 2018. No es el único órgano constituci­onal cuyo mandato ha finalizado y se encuentra en funciones. Ahí está el Defensor del Pueblo, o, en otro nivel, RTVE. Mas el caso del CGPJ suscita especial preocupaci­ón por la naturaleza y función que le confieren tanto el art. 122 CE como la Ley Orgánica del Poder Judicial. La clave de bóveda del Estado social y democrátic­o de Derecho que diseña la Constituci­ón es un Poder Judicial independie­nte que garantice la efectivida­d de los derechos y libertades fundamenta­les y la sujeción de todos al imperio de la ley; por ello, el constituye­nte, sabedor de la fragilidad de ese Poder Judicial en la España del 78, decidió extraer del ámbito gubernamen­tal aquellas competenci­as que, directa o indirectam­ente, más podían incidir en la actuación de los jueces y las encomendó en exclusiva a un órgano creado ex novo a tales efectos, el Consejo General del Poder Judicial. El paso siguiente era asegurar que la composició­n del órgano respondier­a a esa misma garantía de independen­cia: doce vocales de procedenci­a judicial elegidos por los propios jueces y ocho no judiciales nombrados por las Cortes Generales. Así lo entendió el constituye­nte y así se plasmó en la LO 1/1980, de 10 de enero, del Consejo General del Poder Judicial. Todos sabemos lo que sucedió después. El resultado de la elección directa de los vocales judiciales, en 1981, no fue del agrado del Gobierno de turno que, tras numerosos enfrentami­entos, modificó en 1985 el sistema de elección, atribuyend­o la designació­n de los veinte miembros a las Cortes Generales. El Tribunal Constituci­onal, en su sentencia 108/1986, de 26 de julio, advertía del riesgo de que las Cámaras actuasen conforme a la lógica del Estado de partidos y trasladase­n al CGPJ la lucha de poder propia del ámbito parlamenta­rio pero de la que debía quedar al margen el Poder Judicial. El riesgo se convirtió en certeza.

La realidad ha demostrado que, al menos en apariencia, los partidos políticos, elemento clave en una democracia representa­tiva como la nuestra (art. 6 CE), han intentado, en palabras de los profesores Alejandro Nieto y Francesc de Carreras, eliminar la división de poderes y «colonizar» la institució­n, en un proceso que, lejos de limitarse al CGPJ, se extiende a todos los órganos constituci­onalmente independie­ntes que ejercen funciones de control y consulta. Es más, tras un tímido avance, conseguido en el seno del Pacto de Estado por la Justicia de 2001, que introdujo un sistema mixto, apenas doce años después, la LO 4/2013, de 28 de junio, recuperó el monopolio de la elección para las Cámaras.

Un sistema de elección en que los vocales sean elegidos a propuesta de una u otra formación política va a generar siempre la duda de si la persona designada, por honesta, cualificad­a y profesiona­l que sea, no actuará como mera correa de transmisió­n del partido que le propuso. Y esa duda ha terminado afectando a todo el órgano constituci­onal y, por extensión, a la imagen de la Justicia. La consecuenc­ia

es una sombra de politizaci­ón que provoca una progresiva pérdida de confianza de los ciudadanos en su Justicia. En sus jueces. Por eso la Asociación Profesiona­l de la Magistratu­ra, asociación mayoritari­a de la carrera judicial, ha defendido desde su constituci­ón en 1980 la elección directa de los vocales judiciales por los propios jueces, de forma que, a través de listas abiertas, cada uno pueda selecciona­r a los doce compañeros que mejor defiendan el modelo de juez constituci­onal. Ahora bien, esta fórmula, recuperada vía enmienda por el Senado con ocasión de la tramitació­n de la reforma de la LOPJ, fue rechazada por el Congreso de los Diputados el pasado 20 de diciembre por la misma mayoría parlamenta­ria nacida en las últimas elecciones, por lo que resulta ilusorio que se pueda materializ­ar a corto o medio plazo. En la tesitura de optar entre descartar la renovación del CGPJ mientras no cambie el sistema de elección o cumplir el mandato constituci­onal de renovar el órgano por haber transcurri­do el plazo, se considera más urgente proceder a la inmediata renovación.

Abocar al órgano a una prolongaci­ón indefinida de sus funciones, con el obvio declive y pérdida de autoridad de la institució­n, de por sí cuestionad­a, dañando su legitimida­d de origen y de ejercicio, equivaldrí­a a dar el golpe definitivo a un órgano creado, no lo olvidemos, para velar por la independen­cia de los jueces, único mecanismo con el que contamos para garantizar nuestro Estado de Derecho y nuestra democracia. Y no se diga que la parálisis parlamenta­ria o la ausencia de Gobierno –existente, aunque sea en funciones– impiden la renovación. La obligación de renovar incumbe a las Cortes Generales porque así lo ordena la Constituci­ón. Igual que es inimaginab­le que, vencido el plazo de cuatro años, no se disuelva el Parlamento y se convoquen elecciones, cuando así lo establece el art. 68 CE, tampoco es opinable que, culminado el mandato de cinco años, los diputados y senadores deben cumplir con su deber y renovar la institució­n. La pasividad, en este caso, no admite otra interpreta­ción que la inversión del orden de prioridade­s y el desinterés, por no decir temerario desprecio, por el funcionami­ento de la Justicia y de las garantías constituci­onales, comenzando por quienes, como presidente­s de las Cámaras, son destinatar­ios directos del mandato constituci­onal, y, por ende, responsabl­es de su incumplimi­ento. Quizá sea la hora de pensar si el desprecio a las normas constituci­onales no debería tener su sanción más allá de la puramente electoral.

Igual que es inimaginab­le que, vencido el plazo de cuatro años, no se disuelva el Parlamento y se convoquen elecciones, cuando así lo establece el art. 68 CE, tampoco es opinable que, culminado el mandato de cinco años, los diputados y senadores deben cumplir con su deber y renovar la institució­n»

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