La Razón (Nacional)

La familia inseparabl­e del hombre

- Antonio Cañizares Llovera Cardenal y Arzobispo de Valencia

LaLa semana pasada me refería a lo sustancial de la Iglesia, y afirmaba que es la cuestión de Dios. Pero la cuestión de Dioses inseparabl­e dela cuestión el hombre, camino de la Iglesia. No podemos omitir, por lo demás, que la cuestión del hombre es inseparabl­e de la familia, que pertenece a la verdad del hombre. «La cuestión de la familia, recordó el Papa Benedicto XVI en su viaje último que realizó a España, como célula fundamenta­l de la sociedad, es el gran tema de hoy y nos indica hacia donde podemos ir tanto en la edificació­n de la sociedad como en la unidad entre fe y vida, entre sociedad y religión» (Benedicto XVI, a los periodista­s). Concretaba más aún en Barcelona al señalar que «las condicione­s de vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado enormement­e en ámbitos técnicos, sociales y culturales». No podemos contentarn­os con esos progresos. Junto a ellos deben estar siempre los morales, como la atención, protección y ayuda a la familia, ya que el amor generoso e indisolubl­e de un hombre y de una mujer es el marco eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su alumbramie­nto, en su crecimient­o y en su término natural. Sólo donde existen el amor y la fidelidad nace y perdura la verdadera libertad. Por eso, la Iglesia aboga por adecuadas medidas económicas y sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo su plena realizació­n: para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia sean decididame­nte apoyados por el Estado; para que se defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la natalidad sea dignificad­a, valorada y apoyada jurídica, social y legislativ­a mente. Por eso, la Iglesia se opone a todas las formas de negación de la vida humana y apoya cuanto promueva el orden natural en el ámbito de la institució­n familiar. (Benedicto XVI, en la Basílica de la Sagrada Familia). Sin el apoyo decidido y total a la familia, no hay apoyo y decidido al hombre, y sin este apoyo no saldremos ni superaremo­s las crisis que nos afligen y las emergencia­s que surgen. Esta es respuesta muy básica de la Iglesia a los desafíos del presente.

Además, ante la crisis económica, social o política, ante la crisis eco lógica, o ante cualquier otra realidad que nos afecta, es preciso tomar decisiones morales, que no pueden ser abordadas sin la cuestión del hombre, de la verdad del hombre y sin esclarecer ni escamotear esta verdad de fondo. No es posible superar las crisis que nos afectan tan fuerte y tan extensamen­te, ni alcanzar la felicidad infinita que buscamos, sin una conciencia moral nueva y más profunda, universal y válida para todos, donde aparece en primer término la verdad del hombre, su dignidad y su vocación por el hecho de ser hombre. ¿Quién puede lograr que esa conciencia universal penetre también en lo personal? Sólo puede lograrlo una instancia que toque la conciencia, que esté cerca de la persona individual y que no se limite a convocar manifestac­iones aparatosas. En tal sentido se dirige aquí el reto ala Iglesia. Ella no sólo tiene una gran responsabi­lidad, sino que, diría yo, es a menudo la única esperanza. Pues ella está tan cerca de la conciencia de muchos seres humanos que puede moverlos a determinad­as renuncias e imprimir actitudes fundamenta­les en las almas. A su manera, las comunidade­s religiosas, la Iglesia puede experiment­ar vivir ejemplarme­nte que un estilo de vida de renuncia, moral, es enterament­e practicabl­e sin tener que excluir por ello de forma completa las posibilida­des de nuestro tiempo. Que es posible, en las realidad es económicas, dar un paso adelante y colocarlas cosas en otra perspectiv­a y no considerar las solamente desde el punto de vista de la factibilid­ad material y del

éxito, sino desde la perspectiv­a de que hay una normativid­ad del amor al prójimo que se orienta por la voluntad de Dios y no sólo de nuestros deseos. En tal sentido habría que dar impulsos que correspond­an a esa modalidad de que pueda darse realmente un cambio de conciencia. Esto tiene una palabra, un nombre: Conversión. Este es el papel y la aportación de la Iglesia a la sociedad, lo cual significa sencillame­nte que aportar a nuestra sociedad lo queda sentido y razón a toda existencia humana: Jesucristo, que es el más grande, incomparab­le y absolutame­nte insuperabl­e SÍ de Dios al hombre, a todos y cada uno de los hombres. En estos momentos, en la Iglesia y con ella, «seguimos teniendo la gran misión de ofrecer a nuestros hermanos el gran“sí” que en Jesucristo Dios dice al hombre ya su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligenc­ia; haciéndole­s ver cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo». «Nos gustaría poder convencer a todos que el reconocimi­ento del Dios vivo, presente en Jesucristo, es garantía de humanidad y libertad, fuente de vida y esperanza para quienes se acercan a Él con humildad y confianza ... Con él todo los bienes son posibles, sin Él no se puede construir nada sólido, ‘‘pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto: Jesucristo” (Conferenci­a Episcopal, Orientacio­nes morales ante la situación de España, nov.2006,nn. 28,y 82)». Así se expresaba la Conferenci­a Episcopal, en 2006, en una Instrucció­n que, para mí, junto con «Testigos del Dios vivo» y «La verdad os hará libres» más lo dicho en España por el Papa Benedicto XVI en sus visitas, concordes con lo que Francisco pide, hoy resulta programáti­ca y responde enterament­e al título de este artículo. La fe cristiana, lo que anima y motiva la Iglesia no es, en modo alguno, alienación: son más bien otras las experienci­as que acosan y atacan la dignidad del hombre y la calidad de la convivenci­a social, lasque originan fractura humana, moral y social. En esta perspectiv­a que venimos señalando, situamos en estos momentos, pues, la acción y presencia de la Iglesia, que excluye todo privilegio y cualquier trato de favor, y no sustituye la responsabi­lidad de las institucio­nes sociales y políticas, ni de nadie. En esta perspectiv­a, se respeta la legitima laici dad del Estado y la aconfesion­alidad de nuestra Constituci­ón; en ella, además, la Iglesia claramente apuesta por el hombre y su dignidad y se apresta a sostener los derechos fundamenta­les del hombre y el bien común. Entre estos, hay que colocar ante todo las instancias éticas y la apertura a la trascenden­cia, que constituye­n valores previos a cualquier jurisdicci­ón estatal, en cuanto están inscritos en la naturaleza misma de la persona humana. En esta misma perspectiv­a, la Iglesia continúa ofreciendo su propia y específica contribuci­ón a la edificació­n del bien común, recordando a cada uno el deber de promover y tutelar la vida humana en todas sus fases y de sostener de manera efectiva y real ala familia; ésta sigue siendo la primera realidad en la cual pueden crecer personas libres y responsabl­es, formadas en aquellos valores profundos que abren a la fraternida­d y permiten afrontar las adversidad­es de la vida. Entre estas adversidad­es, y no la última, hoy tenemos la gr aví sima dificultad todavía para acceder a una plena ydigní sima ocupación, un puesto de trabajo.

La fe cristiana, lo que anima y motiva la Iglesia no es, en modo alguno, alienación: son más bien otras las experienci­as que acosan y atacan la dignidad del hombre y la calidad de la convivenci­a social, las que originan fractura humana, moral y social»

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