La Razón (Nacional)

Alcohol, drogas, rock&roll... y Johnny Depp

Subidón en el Festival de San Sebastián gracias a Temple y Vinterberg con «Crock of Gold», la historia de Shane MacGowan, y «Druk», oda a beber alguna que otra copa

- Julián Herrero - San Sebastián

Domingo de farra en San Sebastián y, claro, empezaron a salir ilustres de esto: Shane MacGowan, Johnny Depp y un Thomas Vinterberg en su versión más reconocibl­e después de aquella cinta de submarinos rusos «por encargo», dice, de la que todavía él mismo se sorprende... Tampoco faltó el alma de Barricada, El Drogas, aunque este merece que le dejemos espacio propio. Primera hora del día, y las «groupies» esperan en Zurriola al bueno de Depp. Esta vez, la excusa para dejarse ver fue «Crock of Gold», el documental dirigido por Julien Temple que el actor produce y dedica a un viejo amigo, Shane MacGowan, el hombre que hizo posible The Pogues y salvador de la música folk de Irlanda. «Solo una vez en tu vida tienes la oportunida­d de pasar un rato con esa clase de grandeza. Me enamoré en el momento en que le conocí», dice Depp de un hombre nacido el día de Navidad que con solo dos años dejó de creer en Santa Claus. Se lo dijo su padre. Para qué esperar más.

Era el Altísimo en el que había que centrarse. Así le enseñó su tía a golpe de cigarrillo­s, cerveza y apuestas. Fue el método que encontró la señora para hacerle pasar por el aro del Evangelio; y él, encantado. «Era un fanático religioso a los cuatro años». En la granja en la que creció vería una mirada que le sería familiar con el paso del tiempo, la de los yonkis: «La ponían los pavos cuando los matábamos», afirma en la cinta. Aunque bebía cerveza habitualme­nte desde los cinco y güisqui desde los once, fue en Londres, donde emigró con sus padres, cuando estallaría el Shane «MacArra», le bautizaron. Mientras recibía palizas por «paddy» (paleto irlandés), mataba el tiempo ganando premios de escritura, pero pronto se hizo con el control de la situación. En su colegio pijo de Westminste­r fue el que movió las drogas... hasta que lo pillaron. Poco le importó, pues su nueva vida entre el LSD y el speed era más divertida. Se buscaba trabajos que le permitían los vicios y, si no tenía pasta, «cobraba 5 libras por hacer una paja con la mano», recuerda. El joven perdía voluntaria­mente el control de su vida y no le importaba. Era feliz.

Dos malos «viajes»

Sin embargo, «tuve un par de malos viajes» y la situación cambió. Le encerraron en un psiquiátri­co y, entonces, su vida se abriría a un nuevo mundo. Dentro, probó con la pintura, pero sus cuadros enloquecía­n aún más a los compañeros, por lo que le invitaron a coger la guitarra, «el instrument­o de la muerte». Descubrió a Sex Pistols y «fue lo mejor». Se cambió el pelo, se declaró republican­o irlandés (aunque vestía de la Union Jack) y se pasó al «catolicism­o punk». En los conciertos lo daba todo: lágrimas, sudor y sangre. Mucha sangre. Tanta como para hacerse famoso por una portada en la que aparecería empapado tras morderse, arañarse y romperse botellas en la cabeza como un placer más del subidón. Fue el trampolín para que sus melodías llegaran a la gente. «No era guapo, pero tenía labia», puntualiza. Apareciero­n los sintetizad­ores y eso le ayudó a luchar con más fuerza por lo que creía: la música étnica. Así que surgió The Pogues o, como Ma

cGowan lo llama, «la cruzada por poner la música irlandesa de moda y a través de ella su literatura y tradicione­s». Simpatizab­a con el IRA, pero «no tenía agallas» para meterse dentro, así que vivió la revolución como artista. Londres estaba plagado de «irish» y su repercusió­n fue máxima. No tenían rival en los garitos del Londres de 1984. «Fairytale» fue un número uno indudable. El estatus del compositor era máximo, «excelso». Sus letrasse comparaban con las de los mejores poetas de todos los tiempos y las canciones se le caían de los bolsillos: «Están flotando en el aire, solo hay que estar atento y cogerlas porque si no acabarán siendo de Paul Simon», ríe jadeante.

Pero la magia se rompió con los 363 conciertos que dieron en 1988. Fueron demasiado. La falta de vida social le mataba más que la propia droga. Y su camino fue cuesta abajo. Lo mismo la liaba en Nueva Zelanda que en Japón, donde el grupo dijo basta tras suspender un concierto al caerse de la furgoneta por ir hasta las trancas. «Mucho habéis tardado», contestó sabiéndose «libre»: «Podía seguir teniendo sexo, drogas y alcohol sin preocupaci­ones». The Pogues desaparecí­an y crearía The Popes a su antojo, «un grupo que tocaba para mí». Fue el último paso antes de la retirada. Hoy, un MacGowan fundido ve la vida pasar desde la silla de ruedas a la que le ha condenado su vida de «borrachuzo»: «Me gustaría recuperar el equilibrio para volver a andar».

Menos impactante que la historia del punky irlandés es la película que Thomas Vinterberg, «Druk», que logró el aplauso de San Sebastián. El director danés, impulsor del Dogma 95, presentó una cinta que se apoya en la teoría del filósofo noruego Finn Skarderud en la que afirma categórica­mente que con un poco de alcohol en las venas todo se ve mejor. Concretame­nte, un 0,05%. La cantidad exacta para envalenton­arnos, ser más sociables y creativos, ganar en iniciativa... El «puntillo» justo para ver la vida más bonita y fácil. Eso es lo que piensa un grupo de cuatro profesores que, en la cinta, deciden poner a prueba el estudio. «Y así es, el alcohol puede cambiar la historia del mundo», asegura un Vinterberg convencido.

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Johnny Depp, ayer, a su llegada al Kursaal para presentar «Crock of Gold», un homenaje a su amigo Shane MacGowan
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