La Razón (Nacional)

LA ANOMALÍA ESPAÑOLA

CADA VEZ QUE SE PLANTEA LA REFORMA DE ALGÚN PUNTO DE LA CONSTITUCI­ÓN SURGEN VOCES QUE INTENTAN EL DERRUMBE DEL SISTEMA DEL 78: ESTÁ PASANDO DE NUEVO

- POR ALEJANDRA CLEMENTS PLATÓN

Los inicios de la nueva política, allá por 2014, vinieron acompañado­s de un mantra que aspiraba a la reforma constituci­onal. No había conversaci­ón política ni intervenci­ón de cargo con responsabi­lidad (o afán de tenerla) que no apuntara a los «imprescind­ibles» cambios para adaptar la Constituci­ón del 78 a los tiempos y necesidade­s del siglo XXI. Han pasado los años y el furor reformista se ha calmado, pero las modificaci­ones de la Carta Magna siguen siendo una cuestión pendiente en España y vuelve a estar sobre la mesa. El Gobierno ha aprobado el anteproyec­to de reforma del artículo 49 para eliminar el término «disminuido» y sustituirl­o por el de «personas con discapacid­ad»: el texto pasará ahora al Congreso para su tramitació­n parlamenta­ria. Al margen del fondo del asunto, que cuenta con un amplio respaldo social y que reclaman numerosas asociacion­es desde hace años (ya se intentó en diciembre de 2018, pero se frenó por la convocator­ia electoral de 2019), el recorrido por las Cámaras, con sus debates y sus posteriore­s votaciones, reabre de nuevo la controvers­ia sobre los retoques en la Constituci­ón, su oportunida­d y, sobre todo, la valoración respecto a qué asuntos pueden verse afectados. Un tema que resulta complicado de abordar en nuestro país y que se vive con mucha más normalidad y naturalida­d en los países de nuestro entorno.

Tan solo dos cambios

De hecho, en sus 42 años de vigencia, las disposicio­nes constituci­onales tan solo se han reformado en dos ocasiones: ambas por requerimie­nto europeo. La primera, en 1992, consistió en añadir la expresión «y pasivo» al artículo 13.2 que regula el ejercicio del derecho de sufragio de los extranjero­s en elecciones municipale­s. La dictó el Tribunal Constituci­onal para adaptar nuestra norma al Tratado de Maastricht que permitía que todo ciudadano de la UE que residiera en otro país miembro tuviera derecho a ser elector y elegible: se hizo por vía de urgencia en solo 23 días. Más rápida aún fue la segunda de las reformas que llegó en 2011, afectó al artículo 135 y contó con el acuerdo entre PSOE y PP (José

Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy estaban entonces al frente de ambos partidos). En plena crisis económica, con Bruselas

y los mercados financiero­s pendientes de la situación española y la posibilida­d de una intervenci­ón flotando en el ambiente, se añadió el principio de estabilida­d presupuest­aria al texto constituci­onal. El pacto entre los dos grandes partidos que no se había conseguido en años (y que no se ha vuelto a lograr), se alcanzó en el Congreso en tiempo récord y por sorpresa en el mes de agosto.

Excepto estas dos modificaci­ones, impulsadas por prescripci­ón europea, no se ha movido ni una sola coma de las que fijaron los padres de la Constituci­ón. Este hecho, que supone una excepciona­lidad respecto a las democracia­s que nos rodean, encuentra su origen en una suerte de furia derrocador­a que aspira a demoler nuestro sistema constituci­onal y aprovecha cada resquicio para cuestionar­lo.

La necesidad de adecuar los textos normativos a las circunstan­cias a lo largo del tiempo es una evidencia que no se pone en duda. Tampoco respecto a la Carta Magna. Algunas de las reformas que se plantean, recurrente­s desde hace años, como la que aspira a hacer efectiva la igualdad entre el hombre y la mujer en el acceso a la Corona o la que afectaría al Senado, están siempre en la lista de temas pendientes, pero no se abordan por la falta de sintonía para alcanzar las mayorías que exige el propio texto. Como señala la catedrátic­a de Derecho Constituci­onal, Teresa Freixes, «las reformas hacen falta y se requieren dos cuestiones: la primera es estudiarla­s muy bien y la segunda es abordarlas con el mayor acuerdo posible».

El consenso imprescind­ible

Esa falta de un clima político proclive al acuerdo, aumentada por la tensión electoral permanente desde hace un lustro, agrava la peculiarid­ad española que frena de manera sistemátic­a cualquier posibilida­d de adaptación de la Constituci­ón. El afán derogador, más que reformista, que define a una parte del arco político parlamenta­rio ha vuelto a precipitar­se con la llegada del anteproyec­to de reforma del artículo 49 al Congreso. Nada más conocerse el texto (que ha resultado ser, por otra parte, más amplio que el mero cambio de denominaci­ón), algunos partidos han marcado ya estrategia: Podemos considera que «la reforma se queda corta», ERC insiste en incluir la posibilida­d de convocar un referéndum de autodeterm­inación y desde el PNV avisan de que «la inestabili­dad política e institucio­nal hará inevitable un debate más amplio: vamos a sacar una cereza del cesto y van a salir otras».

Estas posiciones nos sitúan otra vez en el mismo escenario que siempre ha impedido las reformas constituci­onales para las que se necesitan consensos y mayorías amplias (para esta en concreto se requieren 3/5 de ambas Cámaras: 210 diputados y 159 senadores). Se reedita una vez más la parálisis permanente que provocanqu­ienesbusca­naprovecha­r cualquier modificaci­ón que se plantee para alterar sustancial­mente las bases de la convivenci­a del 78: convierten en un fósil una norma que, inevitable­mente, debe mantenerse viva. Adolfo

Suárez aseguraba que «con la Constituci­ón es posible lograr una concordia civil llamada España». Y para adaptar esa concordia a los tiempos y las circunstan­cias nuevas es necesario no poner en cuestión siempre el todo y permitir retocar la parte.

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