El príncipe de Salamanca
PorPor casualidad, hace varios años, viví pre-cisamente pre-cisamente junto al edificio que acaba de saltar por los aires en el barrio de Salamanca de Madrid. Mi apartamento estaba al lado de los muros de ladrillo del colegio de Nuestra Señora de Loreto. Aterricé en aquel lugar de una manera in-esperada. in-esperada. Acababa de trasladarme a Madrid por causas familiares y buscaba con urgencia piso. Un amigo que iba a casarse me avisó que dejaba lo que había sido su domicilio de soltero (de dimensio-nes dimensio-nes y alquiler interesantes) y allí me instalé sin hacer muchas pre-guntas. pre-guntas. Desconocía todo sobre aquellas calles y, a lo sumo, tenía una idea muy lejana y desenfoca-da, desenfoca-da, llena de prejuicios, sobre el barrio de Salamanca. Me sonaba como un barrio pequeño de viudas de militares y muchachas peso pluma.
Por contra, me encontré con una comunidad muy activa, bulliciosa, de lugares diminutos pero cuida-dísimos, cuida-dísimos, de actividad frenética y notable atención al detalle. Había señoronas castrenses, por supues-to, supues-to, pero se mezclaban con los emi-grantes emi-grantes asiáticos y latinoamerica-nos, latinoamerica-nos, pared con pared, con una naturalidad enorme. El resultado era revitalizante. Las fachadas de ladrillo, las pequeñas farolas de hierro forjado, contenían toda la vieja arquitectura decimonónica europea con una patina ahora de especias y aromas de la globaliza-ción globaliza-ción mundial. La primera década de este siglo fue muy buena para el barrio de Salamanca. Sus calles me enseñaron algo invalorable. Yo ve-nía ve-nía de una vida complicadísima en Cataluña, con una logística muy enrevesada e innumerables obli-gaciones, obli-gaciones, compromisos y necesi-dades. necesi-dades. Trenes, coches, aviones, operarios contratados para hacer tareas, etc. Desde las calles del ba-rrio ba-rrio de Salamanca podía ir, en cam-bio, cam-bio, a todas partes andando. Me deshice de todo y me quedé solo con los libros. Cada día, cuando me dirigía a mis labores, salía a la calle con las manos en los bolsillos y me sentía como un príncipe. Libre y ligero. Ni todas las explosiones del mundo podrán acabar nunca con ese sentimiento.