El hermano desconocido de Fidel y Raúl Castro
Martín Castro, hijo de otra madre, recuerda su niñez junto al comandante en su Birán natal
En Birán todo el mundo sabe dónde vive Martín. En el año 1975 el Estado le dio una pequeña choza al final de un callejón en el que las gallinas pasean a sus anchas. El humilde estilo de vida de este campesino de piel tostada no da ninguna pista de su apellido ni de sus relaciones familiares. Pero en Birán todo el mundo sabe que se llama Castro, y que es el hermano desconocido del comandante.
“El viejo era un español, un gallego”, recuerda sobre su padre, Ángel Castro, que al regresar a Cuba después de la guerra acabó comprando poco a poco pedazos de tierra hasta construir una gran hacienda, Manacas. Su primera esposa, María Luisa, se fue a vivir a Santiago por no compartir la pasión por la vida de campo, y se casó de nuevo con la joven Lina Ruz, hija de uno de sus trabajadores, con quien tuvo siete hijos. Fue durante los primeros años de este segundo matrimonio que “el gallego”, un enamoradizo terrateniente, tuvo una aventura con la mulata Generosa Batista.
“Ella era de Chapajas, vino para acá a casa de un pariente que tenía y aquí vino la jodedera. Ella tuvo un hijo nada más”, recuerda Martín mientras se balancea en la mecedora de la entrada de su casa. “Mi madre era mulata pero yo era rubio, rubio”. El hombre guarda un gran parecido con el padre de Fidel Castro.
Durante todos estos años, Martín Castro ha permanecido olvidado ante la prensa y el régimen cubano desde su casita de Birán. Sólo en pocas ocasiones ha sido entrevistado. La última la dio en el 2015 a Joshua Jelly-Shapiro, de The New Yorker, donde preguntado por la salud de Fidel respondió: “Está muy mal”. Ahora, con 87 años, tiene problemas de presión pero la mente lúcida: preguntado por Juanita, la hermana crítica con el régimen que vive en Miami, tiene claro que hay cosas que “no puede decir”. Pero se ve dispuesto a compartir detalles de los primeros años del joven que cambió el rumbo de un país.
Pese a no tenerlo en casa, Ángel sí le dio a Martín su apellido y le crió como al resto. Fidel, Martín y Raúl, con pocos años de diferencia , atendieron los primeros años en la escuela de la finca de los Castro. Des-
pués, Fidel y Raúl fueron a una escuela privada de los jesuitas en Santiago de Cuba, pero Martín permaneció en Birán. “El viejo le dijo a mi mamá: ‘dame al muchacho pa’ llevarlo con ellos’ y ella dijo que no lo iba a dar. Y yo contento por no ir, a mí me gustaba el campo”.
Los veranos en Birán eran felices. Jugaban a pelota (béisbol) practica- ban boxeo, montaban a caballo y se bañaban en el río con los hijos de los trabajadores –la mayoría inmigrantes haitianos– de los Castro. Manacas acabó convertida en una enorme comunidad con un espacio de correos, un hotel y hasta un espacio para las peleas de gallos de los domingos. “A Fidel no le gustaban los gallos, pero a Raúl sí. El pequeño era más tranquilo, le gustaba darse sus traguitos, andar con las muchachas”, ríe. Martín describe al comandante como un joven despierto, que le cogía el rifle al sereno para practicar tiro por las noches. Por
eso, cuando oyó que había entrado en la Sierra Maestra, no le extrañó. “Era una persona buena. Veía a los pobres ahí pasando trabajo y por eso le dio por eso”.
Según la guía que organiza las visitas a Manacas, ahora convertida en un museo, cuando triunfó la revolución y se aplicó la reforma agraria, las de su padre fueron las primeras tierras que Fidel expropió para “dar ejemplo”. Entonces ahí ya sólo vivía su madre, Lina, en la casa nueva que se había construido para Fidel y que él jamás llegó a habitar desde que le detuvieron por el intento de asalto al Cuartel Moncada. La familia se trasladó después de que la gran vivienda natal, construida enteramente de madera, se quemara con uno de los cigarrillos del “gallego”. Celoso de sus orígenes, el comandante mandó reconstruirla y hoy en día todavía se puede visitar la misma habitación en que nació con la ayuda de una comadrona.
Ya como dirigente, Fidel aparecía de vez en cuando junto a los apenas 4.000 habitantes de su Birán natal. Vino por última vez hace unos siete años, hasta que enfermó. “Claro que me reconoció, me dijo: ‘Pedrito, tú estás del mismo tamaño’”, dice Pedro Pascual Rodríguez, de 91 años, de corta estatura. Con él compartía batallitas hasta que acabó trabajando de agricultor para su padre y, como Martín, tampoco ha abandonado el pequeño pueblo de la provincia de Holguín. “Él hablaba de las injusticias y esas cosas que había en la república. ‘Si un guardia me da tiene que matarme’, decía Fidel”.
Martín Castro conversó por última vez con su hermano mayor el año pasado, cuando fue a La Habana para operarse de una hernia y de la vista. Entonces no se podía imaginar que tan sólo viviría hasta los 90. “Estaba colorado, se veía bien. Hablamos de los haitianos, de los obreros de la finca, como antaño”.
Durante todo este tiempo, al hermano olvidado de los Castro le han ofrecido casa en La Habana y hasta algún trabajo en el régimen, pero nunca los aceptó porque los lazos con las tierras y su gente eran demasiado grandes. “No, yo soy poco pedidor. Me siento orgulloso de ser su hermano pero no soy pedidor. Me querían dar casa pero yo no quise. Tengo mis amistades. Me tratan bien, que eso vale mucho”.
A Martín le llamó un secretario de Raúl el viernes por la noche con la noticia que nunca se llegó a esperar. Desde entonces ha permanecido en su choza de Birán, con la televisión encendida, como el resto de cubanos. Cuando hoy entierren a su hermano en una ceremonia familiar en el cementerio de Santa Ifigenia él seguirá en Birán: comió demasiado pan y tiene la presión altísima. “Eso ha sido grande, grande –dice respecto a los homenajes–. Pero no es para otra cosa, lo que este hombre ha hecho por este país… nadie lo había hecho”.
“El año pasado estaba colorado, se veía bien”, cuenta Martín sobre la última vez que vio a Fidel Castro