La Vanguardia (1ª edición)

Día de asuntos personales

- Carlos Zanón

A las nueve de la noche, la Rambla está nerviosa. En realidad, desde hace meses, esta parte de Barcelona se parece más a la que nos explicaban nuestros padres que a la que conocimos nosotros o nuestros hijos. Hay una energía de echar a correr, de gritar o protestar más que de perder el rato, celebrar o exigir. Energía de electrosho­ck que ha paralizado a una comunidad que está a la espera de que se resuelva de una vez todo para contar destrozos, pérdidas y levantarse desde el amor propio. Los seis meses desde el atentado que asesinó a 14 personas en la Rambla coinciden con los cuatro meses y un día de prisión preventiva para Jordi Cuixart y Jordi Sànchez. Es obvio que el asunto doméstico ha engullido al asunto global, lo cual no deja de ser lógico y más cuando en dos agostos estaremos veraneando en Siria por cuatro euros, y las primaveras árabes nos recordarán a El Corte Inglés.

Han pasado muchas cosas y la mayoría muy deprisa, y nadie ha conseguido enhebrar un relato que permita saber y pensar tanto como sentir y acusar. Pero aquí murieron 16 personas hace seis meses sólo por vivir aquí o visitarnos. Sólo por ser nosotros. Barcelona ha querido olvidar pronto y fácil que esa furgoneta segó esas 14 vidas y atropelló a más de un centenar de personas. Y que nos mostró la fragilidad de la tolerancia ante la barbarie. Hemos escondido ese atentado bajo la alfombra quizás por un sentimient­o de vergüenza. Como sociedad –catalana y española–, más allá de las primeras 48 horas, el espectácul­o de cómo gestionamo­s el dolor, el duelo, el rito de todo aquello fue muy triste. En realidad, nos estorbó en nuestro Barça-Real Madrid identitari­o y nos aprestamos a sacar nuestras banderas, pero ninguna de las nacionalid­ades de los fallecidos o simplement­e ninguna. Enseguida cogimos la calculador­a para ver quién iba a sacar más rendimient­o a los muertos y a la gestión y a la imagen y actuar en consecuenc­ia. Llegando incluso a las fuerzas del orden. Quién era más fuerte, más guapo, más letal y abatía antes o contaba más bombonas de butano. El atentado del 17 de agosto mostró cosas amargas de nosotros.

Hoy la Rambla espera la manifestac­ión doméstica que es la que ahora nos hace sangrar. En otra época de oasis hubiéramos gestionado la ritualizac­ión del atentado como unas Olimpiadas. Ni quisimos ni supimos. No deja de ser una mala señal dejar los grandes gestos y celebrar o recordar o protestar aquello que, de verdad, nos hace daño aunque a los ojos del mundo no sea trascenden­tal.

La Rambla aparenta que no pasó lo que pasó pero aún se recupera de aquello, del miedo de que se pueda volver a repetir. En realidad no hemos entendido por qué pasó ni hemos cambiado nada para que no vuelva a pasar. Las luces azules de la Urbana se confunden con el azul del artilugio que los vendedores ambulantes lanzan al cielo para vendérselo a los turistas que como aquellas 14 personas andan por la Rambla sin pedir permiso o perdón a nadie.

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