Día de asuntos personales
A las nueve de la noche, la Rambla está nerviosa. En realidad, desde hace meses, esta parte de Barcelona se parece más a la que nos explicaban nuestros padres que a la que conocimos nosotros o nuestros hijos. Hay una energía de echar a correr, de gritar o protestar más que de perder el rato, celebrar o exigir. Energía de electroshock que ha paralizado a una comunidad que está a la espera de que se resuelva de una vez todo para contar destrozos, pérdidas y levantarse desde el amor propio. Los seis meses desde el atentado que asesinó a 14 personas en la Rambla coinciden con los cuatro meses y un día de prisión preventiva para Jordi Cuixart y Jordi Sànchez. Es obvio que el asunto doméstico ha engullido al asunto global, lo cual no deja de ser lógico y más cuando en dos agostos estaremos veraneando en Siria por cuatro euros, y las primaveras árabes nos recordarán a El Corte Inglés.
Han pasado muchas cosas y la mayoría muy deprisa, y nadie ha conseguido enhebrar un relato que permita saber y pensar tanto como sentir y acusar. Pero aquí murieron 16 personas hace seis meses sólo por vivir aquí o visitarnos. Sólo por ser nosotros. Barcelona ha querido olvidar pronto y fácil que esa furgoneta segó esas 14 vidas y atropelló a más de un centenar de personas. Y que nos mostró la fragilidad de la tolerancia ante la barbarie. Hemos escondido ese atentado bajo la alfombra quizás por un sentimiento de vergüenza. Como sociedad –catalana y española–, más allá de las primeras 48 horas, el espectáculo de cómo gestionamos el dolor, el duelo, el rito de todo aquello fue muy triste. En realidad, nos estorbó en nuestro Barça-Real Madrid identitario y nos aprestamos a sacar nuestras banderas, pero ninguna de las nacionalidades de los fallecidos o simplemente ninguna. Enseguida cogimos la calculadora para ver quién iba a sacar más rendimiento a los muertos y a la gestión y a la imagen y actuar en consecuencia. Llegando incluso a las fuerzas del orden. Quién era más fuerte, más guapo, más letal y abatía antes o contaba más bombonas de butano. El atentado del 17 de agosto mostró cosas amargas de nosotros.
Hoy la Rambla espera la manifestación doméstica que es la que ahora nos hace sangrar. En otra época de oasis hubiéramos gestionado la ritualización del atentado como unas Olimpiadas. Ni quisimos ni supimos. No deja de ser una mala señal dejar los grandes gestos y celebrar o recordar o protestar aquello que, de verdad, nos hace daño aunque a los ojos del mundo no sea trascendental.
La Rambla aparenta que no pasó lo que pasó pero aún se recupera de aquello, del miedo de que se pueda volver a repetir. En realidad no hemos entendido por qué pasó ni hemos cambiado nada para que no vuelva a pasar. Las luces azules de la Urbana se confunden con el azul del artilugio que los vendedores ambulantes lanzan al cielo para vendérselo a los turistas que como aquellas 14 personas andan por la Rambla sin pedir permiso o perdón a nadie.