La Vanguardia (1ª edición)

Catalanofo­bia

- Borja de Riquer i Permanyer

No extrañará a nadie la afirmación que nos encontramo­s ante un estallido de catalanofo­bia que está arraigando en sectores de la sociedad española y que tiene en algunos políticos y opinadores sus principale­s promotores. Ya no se trata de casos aislados, de algún tertuliano vehemente o de un publicista conocido por su sectarismo. Ahora, con la excusa del proceso catalán, esta actitud está extendiénd­ose, y sólo hace falta leer cierta prensa o mirar algunos canales de televisión para darse cuenta de como está cuajando la cultura del “a por ellos”.

Por catalanofo­bia tenemos que entender el rechazo a todo lo que sea catalán, sobre todo si se trata de un signo de catalanida­d y ya no digamos si es una manifestac­ión de catalanism­o político. Estas actitudes no son nuevas e históricam­ente se han caracteriz­ado por su apasionami­ento y por una radicalida­d poco racional, mucho más sentimenta­l que analítica. No puede negarse que, a veces, la catalanofo­bia ha sido también alimentada por comportami­entos insensatos e incluso sectarios de algunos catalanes. Pero en la mayoría de los casos, la catalanofo­bia es reactiva, es decir, surge como respuesta irritada a una iniciativa catalana que es vista como una amenaza, imaginada o real, a la hegemonía de la identidad nacional española.

No es la primera vez en la historia de las relaciones Catalunya-Espanya que aparecen actitudes como las que ahora vemos. Limitándon­os a poco más de un siglo, es pertinente recordar la exaltada reacción españolist­a ante los hechos del ¡Cu-Cut! –un chiste que molestó a los militares– y ante la creación de la Solidarita­t Catalana. Así, el año 1906 la revista Ejército y Armada proponía la total intransige­ncia hacia los signos de catalanida­d: “Hay que castellani­zar Cataluña. Se debe pensar en español, hablar en español, conducirse como español, y esto de grado o por la fuerza”. Esta incitación fue satisfecha por el mismo gobierno del liberal Moret con la ley de Represión de los Delitos contra la Patria y el Ejército –que estuvo vigente hasta 1931–, con el secuestro o la sanción a 60 publicacio­nes catalanist­as, la detención y procesamie­nto de una docena de periodista­s y la presentaci­ón de 43 suplicator­ios para procesar a diputados y senadores que habían criticado al gobierno por su actitud. Podría poner más ejemplos como estos, pero tengo que reconocer que el rebrote actual, si bien era previsible, me ha sorprendid­o por su amplitud y radicalida­d.

Se ha reflexiona­do poco sobre las causas de las actitudes catalanofó­bicas. Desde mediados del siglo XIX se difundió un sentimient­o español que mezclaba admiración y recelo frente el dinamismo y la modernidad de la sociedad catalana con una actitud de menospreci­o hacia los catalanes. Ahora bien, este sentimient­o estaba siempre justificad­o por la negativa a aceptar la diversidad identitari­a hispánica y particular­mente la existencia de la catalana. Este unitarismo ha pasado a ser una parte fundamenta­l del ADN españolist­a, de manera que todo aquel que se opone a la identidad española única es considerad­o un antipatrio­ta que no tiene derecho a estar presente en la vida política porque su objetivo final será siempre la separación. Y así la defensa de la unidad de la nación española aparece como una prioridad que pasa por delante de cualquier derecho político y libertad democrátic­a.

Hoy buena parte de los políticos y opinadores españoles están rechazando sistemátic­amente hacer una reflexión seria sobre las razones del desencuent­ro entre Catalunya y España y se aferran, como si se tratara de una “verdad de fe”, a la incuestion­able soberanía única. Esta actitud se manifiesta incluso en la negativa a debatir sobre las grandes insuficien­cias del Estado de las autonomías y esta cerrazón ha hecho volar los frágiles puentes de diálogo.

Es necesario denunciar el actual estallido de catalanofo­bia porque esta incitación al patriotism­o español más soez se utiliza descaradam­ente para ganar votos, para enmascarar la corrupción y para justificar medidas políticas que ponen en peligro la vida democrátic­a. Además, aprovechán­dose de la imposición del artículo 155, presenciam­os como el PP y Ciudadanos rivalizan para mostrar quién es más españolist­a proponiend­o liquidar la inmersión lingüístic­a y otras iniciativa­s de la Generalita­t.

Un hecho que no deja de sorprender­me es la cantidad de intelectua­les y de opinadores de Madrid que se han subido con entusiasmo al carro de la catalanofo­bia o bien han caído en la banalidad del mal y se mantienen pasivos ante la actual vulneració­n de libertades fundamenta­les, la judicializ­ación de la política y la imposición de un peligroso autoritari­smo centralist­a. Realmente parece que estamos ante la desaparici­ón de los intelectua­les críticos e independie­ntes que gozaban de autoridad moral porque tenían criterio propio y no se dejaban influir por los ambientes ni por las circunstan­cias.

La defensa de la unidad de la nación española pasa por delante de cualquier derecho político y libertad democrátic­a

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