La Vanguardia (1ª edición)

El corazón de África

Las minas de coltán, el preciado mineral que nutre la tecnología de todo el mundo, son escenario de todo tipo de abusos

- XAVIER ALDEKOA Numbi (RDC) Correspons­al

En medio de un estado de represión, corrupción y violencia, la República Democrátic­a de Congo vive bajo una enorme tensión la campaña para las elecciones del próximo diciembre, que marcarán la despedida de Joseph Kabila.

Entre 1998 y el 2003, el conflicto de Congo se cobró la vida de entre 1 y 5 millones de personas Las minas tienen prohibido el trabajo de niños, pero los envían al agujero por la noche

La Vanguardia viaja al este de la República Democrátic­a de Congo, a la raíz de un conflicto que amenaza con estallar de nuevo. El próximo diciembre habrá elecciones para despedir a Joseph Kabila, quien se ha resistido a dejar el poder que ocupa desde el 2001. En medio de un estado de represión, corrupción y violencia, Congo ha entrado en combustión. En esta serie de reportajes se muestran algunas de las consecuenc­ias de una guerra sin fin. Pero contra la desesperan­za, algunos congoleses hacen frente a una injusticia enquistada en la conciencia internacio­nal en pleno siglo XXI. Congo, la eterna herida olvidada de África, busca cambiar su futuro.

–No hay otra opción, señor. No hay otra.

Las nubes chispean gotas finas, la bruma tiñe de gris las montañas y sólo se percibe la silueta de quienes ascienden la colina. Se oye el chapoteo de pasos en el barro. Son las seis de la mañana, sopla una brisa suave y la escena rememora trincheras de una época pasada. Pero aquí las bayonetas no cortan el aire ni huele a pólvora húmeda, de los hombros sólo sobresalen picos y palas. Las dos únicas armas de fuego son las de dos guardias que siguen al grupo con un kaláshniko­v al cuello. Después de atravesar un riachuelo y remontar el lecho chocolatea­do de un río seco, se alcanza un prado verde con un tajo seco en la mitad: la mina de coltán de Numbi. Encaramado­s al agujero, decenas de hombres picotean la pared terrosa. Bienfait Byabuze, de 25 años, apoya su bota derecha en el perfil metálico de su pala, clavada en la tierra. Antes de iniciar su jornada laboral –durará hasta que se ponga el sol, 13 euros a la semana–, habla de sus dos hijos y de que pronto quizás ahorre suficiente para enviarlos a la escuela. “Espero que Dios ayude”. Bienfait se encoge de hombros cuando le pregunto si sabe para qué sirve el coltán que busca día tras día –un conector en dispositiv­os electrónic­os que permite reducir el tamaño de las baterías y aumentar su eficiencia–, dice que le da igual.

–No hay otra opción, señor. No hay otra.

No hay otra que trabajar como un esclavo, se entiende. Que ver morir sepultados a compañeros y huir aterroriza­do si un grupo rebelde ataca la mina, se entiende. Que morir pobre por el maldito coltán, se entiende. No hay otra opción.

La guerra en República Democrátic­a de Congo es una herida sin cicatrizar. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, ningún conflicto ha sido más mortífero, y sólo entre los años de las dos guerras declaradas, de 1998 al 2003, murieron entre uno y cinco millones de personas –nadie se detuvo a contar los cadáveres–. Pero la guerra dormida de Congo amenaza de nuevo con hacer estallar por los aires el corazón de África. El país, envuelto en un estado de violencia y desgobiern­o en el este desde hace 15 años, celebra en diciembre unas elecciones angustiosa­s. Aunque el mandato de Joseph Kabila, en el poder desde hace 17 años, debía acabar en el 2016, el presidente se aferró al cargo hasta el pasado 8 de agosto, cuando anunció que no se presentará a los comicios y propuso como candidato a su delfín, el ex viceprimer ministro y encargado de Interior, Emmanuel Ramazani Shadary. Kabila abrió la puerta a un escenario inédito: una transición pacífica en un país donde el poder siempre ha sido tomado con sangre. Pocos creen que ocurra el milagro. Durante meses, las fuerzas de seguridad han reprimido y asesinado a manifestan­tes que pedían la salida de Kabila.

Yves Makwambala conoce bien el castigo por alzar la voz. Miembro de los movimiento­s ciberactiv­istas Filimbi y Lucha, pasó 17 meses encarcelad­o por criticar al Gobierno. Makwambala deja enfriarse un café sobre la mesa en su exilio belga mientras explica por qué, pese al riesgo, no piensa rendirse ahora. “Nuestra lucha es contra el sistema, no contra Kabila, aunque él forme parte. Cuando pagamos impuestos y no hay electricid­ad en las calles o reina la insegurida­d… ¿dónde va el dinero? Si Kabila sale del poder y nada cambia, ¿de qué sirve?”.

El sistema del que habla Makwambala está decidido a defender sus privilegio­s. Hace dos semanas, negaron la entrada al país al popular opositor Moïse Katumbi para evitar que pudiera presentar su candidatur­a. El poder en Congo es coto privado: una investigac­ión del Congo Research Group desveló que la familia Kabila tiene la propiedad o participac­iones en más de 80 empresas, además de 100 permisos de extracción de oro y diamantes y más de 70.000 hectáreas de tierras.

En el bar del hotel Orchids Safari Club de Bukavu, la periodista de investigac­ión y directora del diario Le Souverain, Solange Lusiku Nsimir, diagnostic­aba hace unos meses un futuro oscuro. “Hay mucho nerviosism­o en la frontera y han encontrado tumbas en el cementerio llenas de armas enterradas. La lucha por el poder en Congo puede desencaden­ar otra guerra terrible”.

Para desentraña­r cuándo Congo empezó a desmoronar­se podríamos recordar la codicia depredado- ra en época precolonia­l de los reyes de Kongo, partícipes en la trata esclavista junto a árabes y europeos; apuntar a la rapacidad despiadada del rey belga Leopoldo II en su cortijo congolés o señalar la guerra fría, cuando EE.UU. colocó al tirano Mobutu en el poder como tapón antisoviét­ico. Podríamos no ir tan atrás: la guerra abierta de finales de los noventa empezó tras el genocidio en la vecina Ruanda y desencaden­ó la caída del Zaire de Mobutu ante tropas rebeldes lideradas por Laurent-Désirée Kabila, el antiguo guerriller­o amigo del Che, a quien apoyaban soldados ugandeses y ruandeses. Podríamos rememorar el horror de después, cuando Kabila rompió con sus aliados y el país se hundió en una guerra mundial africana en la que participar­on Zimbabue, Angola, Namibia, Chad o Libia. Podríamos describir cómo, ya con Joseph Kabila en el poder tras el asesinato de su padre en el 2001, el este del país quedó a merced del robo de grupos armados, políticos corruptos y multinacio­nales sin escrúpulos. La muerte en Congo, ayer y hoy, yace siempre sobre un mismo lecho dorado: uno de los subsuelos más ricos del mundo, atiborrado de oro, coltán, cobalto, estaño, cobre o diamantes. El caos y la violencia son la forma de perpetuar un sistema erigido para el pillaje. Según un informe de la oenegé Global Witness, uno de cada cinco dólares de los beneficios mineros del país se pierde por la corrupción o la mala administra­ción. La violencia también es rentable: de las 1.088 minas artesanale­s en el este, en un 54% había presencia de grupos armados.

Sadiki Salomon forma parte sin saberlo de ese engranaje de abuso. Es el último eslabón. Tiene 15 años y desde hace dos trabaja en la mina de oro de Gokombe-Rubaya, en el territorio de Masisi. Viste una camiseta de tirantes con dibujos de billete de dólar y nunca se quita unas botas de caucho negras. No tiene nada más. Sadiki es una pieza codiciada porque por su estatura puede colarse por túneles estrechos, no tiene miedo –o juicio– para meterse por agujeros mortales y cobra la mitad.

Sadiki sirve además de alivio para la conciencia de Occidente. Primero Estados Unidos y después la Unión Europea establecie­ron regulacion­es para exigir a las empresas tecnológic­as o de joyería que tracen el origen de los minerales que utilizan y asegurarse de que son extraídos de minas sin la presencia de grupos armados o trabajo infantil. Sadiki, y su silencio, permiten crear la ilusión de que así ocurre: oficialmen­te la mina de Gokombe es una mina verde, limpia de violencia y sin niños-mineros. Hasta que nadie mira. “Por la noche –explica– somos unos 20 niños en cada agujero. Excavamos, ponemos las piedras en sacos y dos hombres los suben con cuerdas. Si vas lento, te pegan con un látigo”. Cuando se produce un derrumbe y quedan niños atrapados, los dueños de la mina amenazan a los supervivie­ntes para que no digan nada y abandonan a los demás allí abajo porque si piden ayuda u organizan un rescate se descubre la trampa. “Si dices algo, te matan”. Sadiki dice que regresa a la mina porque quiere ir a la escuela. Si le pagan y no le roban al salir, gana 1,50 euros al día. Intenta ahorrar. Hace ocho años que no va al colegio.

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XAVIER ALDEKOA Vista parcial de la mina a cielo abierto de coltán en Numbi, en el este de la República Democrátic­a de Congo
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