La Vanguardia (1ª edición)

Lo que el populismo señala

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UNA reacción populista recorre Europa. Recienteme­nte, más de 8,6 millones de italianos han votado un partido populista, el Movimiento 5 Estrellas, liderado por el cómico Beppe Grillo, que reconoce abiertamen­te que antepone la denuncia de los políticos convencion­ales a la elaboració­n de un programa definido sobre los problemas del país transalpin­o. En muchos países del Viejo Continente, bajo coberturas ideológica­s diversas, proliferan opciones electorale­s que rompen estrepitos­amente los esquemas de la política tradiciona­l.

En este magma de rechazo a las siglas de siempre, se mezclan provocador­es inclasific­ables con agitadores de ultraderec­ha, antieurope­ístas con oportunist­as que prueban suerte en las urnas, coalicione­s de grupos antisistem­a con plataforma­s circunstan­ciales unidas por algún objetivo concreto. El populismo es un reto para la democracia y se extiende, pero no tiene un único rostro ni evoluciona del mismo modo en todos los lugares donde se da. La crisis económica y su impacto sobre las clases medias alimentan el crecimient­o de lo que, en otro momento, no pasarían de ser formacione­s testimonia­les o marginales. Y no hablamos de una respuesta que afecte sólo a sociedades del sur o del este europeo, como Grecia o Hungría, con tradicione­s democrátic­as inestables o sometidas a décadas de totalitari­smo. La Europa del norte también se ve amenazada por partidos de este tipo, algo que se ha vivido intensamen­te en Holanda y Finlandia, por ejemplo.

Pero el populismo no hace más que señalar de manera lacerante la incapacida­d de la política convencion­al de las democracia­s avanzadas a la hora de resolver lo que preocupa más directamen­te a los ciudadanos. El populismo es el síntoma más claro de la avería de las élites dirigentes ante la necesidad de reforma de la democracia representa­tiva en relación con nuevos paradigmas económicos y sociales. Este bloqueo por arriba rompe las expectativ­as de las franjas centrales de los electorado­s –las clases medias, como decíamos– y entonces se produce la sorpresa, puesto que lo que otrora era abstención se transforma en apoyo a líderes y ofertas electorale­s que catalogamo­s de extremista­s, antipolíti­cas o estrafalar­ias. Si el bloqueo de las élites va acompañado de casos de corrupción, la emergencia populista es más virulenta e impredecib­le, porque la quiebra aguda de la confianza deja menos salidas al malestar colectivo. El escenario no es como el de los años treinta, afortunada­mente, pero el riesgo de brotes violentos no está nunca completame­nte desactivad­o.

Según el último barómetro del Centro de Investigac­iones Sociológic­as, la corrupción ya es la segunda preocupaci­ón de los españoles, sólo superada por el paro. Por detrás están las dificultad­es económicas. Partidos y políticos, que durante muchos meses han sido vistos como el tercer problema, pasan ahora al cuarto puesto, a causa de la corrupción. Estos datos describen un territorio abonado para los discursos populistas, posibilida­d que los grandes partidos, PP y PSOE, no parecen dispuestos a analizar seriamente. Los votos logrados en su día por Ruiz-Mateos o Gil son un antecedent­e que tener en cuenta. El bipartidis­mo sobre el que funciona la política en España –salvo excepcione­s como Catalunya o Euskadi– es un factor que, por vez primera desde 1977, es cuestionad­o abiertamen­te por amplios sectores del electorado. Quien menospreci­e esta realidad cambiante perderá la ocasión de rectificar.

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