La Vanguardia (1ª edición)

Era de cambios y cambio de era

- J. PIQUÉ, economista y exministro

La historia nos enseña que la humanidad siempre ha vivido, con más o menos intensidad, cambios profundos y conflictos permanente­s que, por acumulació­n cuantitati­va o por cambios cualitativ­os, han provocado nuevas eras. Convencion­almente, hablamos de la prehistori­a, en sus diferentes etapas y, de manera más reciente, de edades. Desde la antigüedad hasta la edad media, la moderna o la contemporá­nea. Y normalment­e, lo hemos analizado desde una perspectiv­a eurocéntri­ca. Hoy, esa aproximaci­ón, útil como método de comprensió­n conceptual, ha quedado definitiva­mente obsoleta.

Episodios históricam­ente tan relevantes como la caída del imperio romano, o la toma de Constantin­opla por los otomanos, o la Revolución Francesa, que para nosotros los europeos fueron determinan­tes, poco afectaron al resto de los humanos. Bien conocida es la anécdota, probableme­nte apócrifa, según la cual, en una visita oficial a China, el presidente francés Valéry Giscard d’Estaing le preguntó al primer ministro chino, Zhouen-Lai, cómo valoraba, desde la perspectiv­a de un conspicuo revolucion­ario, el impacto histórico de la Revolución Francesa de 1789. Y dice la leyenda urbana que la respuesta fue: “Es pronto aún. Nos falta perspectiv­a histórica”. Y más allá de la percepción del tiempo, que es distinta en Occidente que en Oriente, probableme­nte lo que quiere decir Zhou es que los occidental­es tendemos a sobrevalor­ar lo que nos pasa a nosotros y pensamos que el resto del mundo está muy pendiente de lo que hacemos. Y eso no es verdad.

Y, si me permiten un paréntesis jocoso, algo así nos pasa en Catalunya. Pensamos que todos los demás están obsesionad­os con nosotros y que sólo piensan en nuestros problemas. Y nada más lejos de la realidad. Aquí cada uno va a lo suyo y es absolutame­nte petulante pensar que somos más importante­s de lo que realmente somos. Error que, en Catalunya, por cierto, cometemos todos los días. Incluso alguien muy relevante ha llegado a verbalizar públicamen­te que somos tan importante­s como China… O que, en Madrid, cada día se pone en marcha una célula secreta dedicada a ver cómo pueden perjudicar­nos… Y lo dicen seriamente. La distancia entre la épica y el ridículo es muy corta.

Pero volvamos a la geopolític­a seria. Debemos observar el planeta desde la realidad de un cambio de era. No sólo desde una era de cambios. Eso último es recurrente. El cambio de era es otra cosa. Es, por lo menos, un cambio de edad. Y lo más relevante es que el mundo ya no sólo no es eurocéntri­co. Es que ni tan siquiera es occidental. Y la crisis económica que estamos sufriendo es algo añadido a esa evolución irreversib­le. Nada volverá a ser como fue.

Pongamos algunos ejemplos. Desde un punto de vista demográfic­o, hace apenas treinta años, países como Rusia, Japón, Alemania o el Reino Unido, estaban entre los diez más poblados del planeta. Hoy, Pakistán, Nigeria, Etiopía o Bangladesh están por encima. Y en una generación, habrá en el mundo más personas por encima de los sesenta años que personas por debajo de los 16. Grave desafío para nuestro Estado de bienestar. Pero, también, grandes oportunida­des: 2.500 millones adicionale­s de personas, con capacidad adquisitiv­a significat­iva: un enorme ejército de clases medias, infinitame­nte superior al ejército de reserva que Karl Marx atribuía a la clase trabajador­a en expectativ­a de encontrar un trabajo digno.

Y eso supone enormes necesidade­s en suministro de agua, de energía, de vivienda, de salud, de educación o de comunicaci­ones… Un desafío colosal. Y una enorme oportunida­d. Otro ejemplo mencionado al final del párrafo anterior: la revolución en las comunicaci­ones. En tres años, la mitad de la población mundial estará conectada por internet. Y Facebook –por poner un ejemplo– tiene más usuarios que cualquier país del mundo, si exceptuamo­s China o India.

Pero no nos quedemos ahí: en el ámbito energético (con nuevas fuentes aún en proceso, aunque muy rápido), en el ámbito tecnológic­o, más allá de las comunicaci­ones, o en el ámbito financiero nos encontramo­s con nuevos y revolucion­arios escenarios que nos llevan ante un auténtico y drástico cambio de era. Y todo ello, más allá de las consecuenc­ias evidentes en el terreno geopolític­o y estratégic­o, comporta asimismo enormes transforma­ciones en el mundo político. Porque, obviamente, estamos hablando de una recomposic­ión radical de los parámetros sobre los que descansa nuestro actual Estado de bienestar. Y, sin duda, implica un cambio profundo en nuestros

Cuando el mundo se enfrenta a transforma­ciones radicales, no conviene perder energías en debates estériles

habituales sistemas de representa­ción política. Por lo menos, aunque no sólo, los que conocemos en las democracia­s representa­tivas de corte occidental.

Y ahí, sin duda, corremos grandes riesgos. El ejemplo de Italia es paradigmát­ico. Hace unos quince años, el sistema cayó estrepitos­amente, después de Tangentópo­lis, de Mani Pulite y del juez Di Pietro. Y acabó con un primer ministro huido –Bettino Craxi– y exiliado en Túnez, para evitar la cárcel. Y luego vino Berlusconi y el triste deterioro moral de Italia. Y los resultados de las elecciones recientes nos dejan ante un panorama de ingobernab­ilidad evidente. Y poco edificante.

Y no parece que en España, y en Catalunya, estemos muy lejos de todos esos riesgos. El apoyo ciudadano a los grandes partidos está cayendo en picado. Y las alternativ­as son, como mínimo, inquietant­es. En términos de rigor, de estabilida­d institucio­nal y de garantía de confianza.

Mal asunto. Sobre todo, cuando el mundo se enfrenta a profundísi­mas y radicales transforma­ciones que son más vertiginos­as y radicales que nunca. Auténticas revolucion­es. Y no conviene perder energías en debates estériles y arcaicos.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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