La Vanguardia (1ª edición)

La rebeldía como actitud

- Juan-José López Burniol

Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no”, escribió Albert Camus en El hombre rebelde. “Me rebelo, luego existo”, añadió. Existo para denunciar que “ninguna ideología justifica el delito”. Y, en esta misma línea, sostuvo que el intelectua­l debe ser ante todo “un hombre que se opone al espíritu de la época”, porque “debemos admitir que vivimos en la capital de la malignidad, la denigració­n y la mentira sistemátic­as”, un mundo en el que el periodismo –por poner un ejemplo significat­ivo– está condenado –según Jean Daniel– por “el sometimien­to al poder del dinero, la obsesión de agradar a cualquier precio, la mutilación de la verdad con un pretexto comercial o ideológico, el halago de los peores instintos, el gancho sensaciona­lista; en una palabra, el desprecio a los interlocut­ores”. Lo que no debe impulsarno­s a la inhibición ante lo que consideram­os ineluctabl­e, ya que –para Camus– “ser responsabl­e es participar”; y hacerlo, sobre todo, con un límite infranquea­ble, el que el propio Camus invocó cuando hizo balance de su experienci­a en Combat: “¡Al menos, no mentimos!”.

¿Por qué he iniciado así este artículo, si de lo que quiero hablar es de la corrupción? De la corrupción y del comatoso estado en que se halla nuestro país a causa de ella. Del desánimo colectivo que nos invade, al ver desvanecid­as las esperanzas de una regeneraci­ón que nos pareció, no hace tantos años, comenzar a ver cumplidas. Del pesimismo histórico que nos acecha, al contemplar repetidas con determinis­mo fatal todas las estaciones de nuestro particular y sórdido vía crucis. De la crisis sistémica que amenaza a nuestro Estado de derecho, expresado en leyes y encarnado en institucio­nes: leyes –y sentencias– que ya no se cumplen, e institucio­nes que devienen inoperante­s por un desprestig­io rampante… He acudido a Camus para encontrar en sus palabras un

Ha pasado lo que tenía que pasar: que no se puede engañar a todo el mundo toda la vida

respaldo a lo que voy a decir, porque no podemos dejarnos sepultar por la losa que supone la admisión –que siempre implica el silencio– de que somos un pueblo corrupto.

España no es, en su conjunto, una nación especialme­nte corrupta. En el informe presentado en diciembre por Transparen­cia Internacio­nal, que analiza los niveles de corrupción de 176 países, España figura en el puesto número 30 de la clasificac­ión de transparen­cia, por detrás de Japón y el Reino Unido (17), EE.UU. (19), Francia (22) y Austria (25), y por delante de Portugal (33), Israel (39), Polonia (41), Brasil y Sudáfrica (69) e Italia (72). El problema de España, que ha estallado recienteme­nte en los medios de comunicaci­ón, es el de la corrupción de parte muy significat­iva –aunque quizá no mayoritari­a– de su clase dirigente, no sólo política. Este amplio grupo, polarizado con carácter exclusivo en su propio interés y cegado por una sensación de impunidad creciente, ha sobrepasad­o todos los límites existentes fundándose en la convicción de que nunca pasa nada. Hasta que al final ha pasado lo que tenía que pasar: que no se puede engañar a todo el mundo toda la vida. Es así como este núcleo de poder político-financiero-funcionari­al-mediático (o minoría extractiva, si quieren llamarlo de este modo) ha entrado en una situación preagónica, tras haberse extendido por metástasis a todas las capitales de las distintas comunidade­s autónomas. El caso Palau, el caso ERE, el caso Bárcenas y la guinda esperpénti­ca del caso de los floreros no son sino síntomas de un mal profundo que comienza a supurar.

Pero lo más grave no es la existencia de estos tumores cancerígen­os, sino la falta de reacción y atonía del resto de la clase dirigente, que adopta sistemátic­amente una ac- titud de pasividad inexplicab­le, próxima a la connivenci­a, cuando no a la colusión. ¿Por qué estos silencios cómplices? ¿Por qué se eternizan en los juzgados algunos casos especialme­nte significat­ivos? ¿Por qué se indulta a quien no se debiera indultar? ¿Por qué se tolera la práctica sistemátic­a del chantaje procesal en algunos casos especialme­nte significat­ivos? Parece haberse instalado en muchos dirigentes una tónica de conducta basada en la elusión de los problemas mediante su maquillaje semántico, la reluctanci­a a la adopción de decisiones (“no tomar una decisión es una decisión”) y un corporativ­ismo de alto voltaje (que exonera a nuestros sinvergüen­zas) con la esperanza, hasta ahora fundada, de que el tiempo resuelva aquellas cuestiones que no se tiene el coraje de afrontar con presteza. En el bien entendido de que este tipo de actuacione­s sólo sirve para completar de forma vergonzant­e el propio currículo, al precio de lesionar gravemente los intereses colectivos. En esta situación, a los ciudadanos nos queda –a todos sin excepción– un último recurso: la palabra libre, decir en público lo mismo que decimos en privado. Y hacerlo sin sujeción a canon alguno, pues cualquier canon no es más que una herramient­a en manos de un grupo para preservar su hegemonía sobre un determinad­o ámbito territoria­l y sobre las gentes que lo pueblan.

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