La rebeldía como actitud
Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no”, escribió Albert Camus en El hombre rebelde. “Me rebelo, luego existo”, añadió. Existo para denunciar que “ninguna ideología justifica el delito”. Y, en esta misma línea, sostuvo que el intelectual debe ser ante todo “un hombre que se opone al espíritu de la época”, porque “debemos admitir que vivimos en la capital de la malignidad, la denigración y la mentira sistemáticas”, un mundo en el que el periodismo –por poner un ejemplo significativo– está condenado –según Jean Daniel– por “el sometimiento al poder del dinero, la obsesión de agradar a cualquier precio, la mutilación de la verdad con un pretexto comercial o ideológico, el halago de los peores instintos, el gancho sensacionalista; en una palabra, el desprecio a los interlocutores”. Lo que no debe impulsarnos a la inhibición ante lo que consideramos ineluctable, ya que –para Camus– “ser responsable es participar”; y hacerlo, sobre todo, con un límite infranqueable, el que el propio Camus invocó cuando hizo balance de su experiencia en Combat: “¡Al menos, no mentimos!”.
¿Por qué he iniciado así este artículo, si de lo que quiero hablar es de la corrupción? De la corrupción y del comatoso estado en que se halla nuestro país a causa de ella. Del desánimo colectivo que nos invade, al ver desvanecidas las esperanzas de una regeneración que nos pareció, no hace tantos años, comenzar a ver cumplidas. Del pesimismo histórico que nos acecha, al contemplar repetidas con determinismo fatal todas las estaciones de nuestro particular y sórdido vía crucis. De la crisis sistémica que amenaza a nuestro Estado de derecho, expresado en leyes y encarnado en instituciones: leyes –y sentencias– que ya no se cumplen, e instituciones que devienen inoperantes por un desprestigio rampante… He acudido a Camus para encontrar en sus palabras un
Ha pasado lo que tenía que pasar: que no se puede engañar a todo el mundo toda la vida
respaldo a lo que voy a decir, porque no podemos dejarnos sepultar por la losa que supone la admisión –que siempre implica el silencio– de que somos un pueblo corrupto.
España no es, en su conjunto, una nación especialmente corrupta. En el informe presentado en diciembre por Transparencia Internacional, que analiza los niveles de corrupción de 176 países, España figura en el puesto número 30 de la clasificación de transparencia, por detrás de Japón y el Reino Unido (17), EE.UU. (19), Francia (22) y Austria (25), y por delante de Portugal (33), Israel (39), Polonia (41), Brasil y Sudáfrica (69) e Italia (72). El problema de España, que ha estallado recientemente en los medios de comunicación, es el de la corrupción de parte muy significativa –aunque quizá no mayoritaria– de su clase dirigente, no sólo política. Este amplio grupo, polarizado con carácter exclusivo en su propio interés y cegado por una sensación de impunidad creciente, ha sobrepasado todos los límites existentes fundándose en la convicción de que nunca pasa nada. Hasta que al final ha pasado lo que tenía que pasar: que no se puede engañar a todo el mundo toda la vida. Es así como este núcleo de poder político-financiero-funcionarial-mediático (o minoría extractiva, si quieren llamarlo de este modo) ha entrado en una situación preagónica, tras haberse extendido por metástasis a todas las capitales de las distintas comunidades autónomas. El caso Palau, el caso ERE, el caso Bárcenas y la guinda esperpéntica del caso de los floreros no son sino síntomas de un mal profundo que comienza a supurar.
Pero lo más grave no es la existencia de estos tumores cancerígenos, sino la falta de reacción y atonía del resto de la clase dirigente, que adopta sistemáticamente una ac- titud de pasividad inexplicable, próxima a la connivencia, cuando no a la colusión. ¿Por qué estos silencios cómplices? ¿Por qué se eternizan en los juzgados algunos casos especialmente significativos? ¿Por qué se indulta a quien no se debiera indultar? ¿Por qué se tolera la práctica sistemática del chantaje procesal en algunos casos especialmente significativos? Parece haberse instalado en muchos dirigentes una tónica de conducta basada en la elusión de los problemas mediante su maquillaje semántico, la reluctancia a la adopción de decisiones (“no tomar una decisión es una decisión”) y un corporativismo de alto voltaje (que exonera a nuestros sinvergüenzas) con la esperanza, hasta ahora fundada, de que el tiempo resuelva aquellas cuestiones que no se tiene el coraje de afrontar con presteza. En el bien entendido de que este tipo de actuaciones sólo sirve para completar de forma vergonzante el propio currículo, al precio de lesionar gravemente los intereses colectivos. En esta situación, a los ciudadanos nos queda –a todos sin excepción– un último recurso: la palabra libre, decir en público lo mismo que decimos en privado. Y hacerlo sin sujeción a canon alguno, pues cualquier canon no es más que una herramienta en manos de un grupo para preservar su hegemonía sobre un determinado ámbito territorial y sobre las gentes que lo pueblan.