La Vanguardia (1ª edición)

El principio de Justin

- Ramon Suñé

En más de una ocasión nos hemos preguntado hasta qué punto resulta eficaz reglamenta­r hasta el más mínimo detalle las conductas de los ciudadanos. Hace ya siete años, el Ayuntamien­to de Barcelona –con errores como el de meter en el mismo saco a gamberros, prostituta­s e indigentes– trazó un camino, el de las ordenanzas del civismo, que muchos municipios siguieron después aprobando normativas todavía más minuciosas y de más difícil seguimient­o que la de la capital catalana. El resultado de las fiebres reglamenti­stas de esos años dorados, en los que a falta de paro y crisis había más tiempo y recursos para moralizar a una sociedad en apariencia acomodada, ha sido desigual. El no disponer de una cobertura legal superior y los problemas de la administra­ción local a la hora de cobrar las multas impuestas a los infractore­s han contribuid­o a que el nivel de vigilancia de las ordenanzas de convivenci­a en el espacio público varíen en función de la diligencia del gobernante de turno, de la motivación de las policías locales y de la capacidad y velocidad de respuesta ante las denuncias de vecinos y medios de comunicaci­ón.

Esta semana, el Ayuntamien­to de Barcelona ha pasado en cuestión de horas de tolerar la presencia frente a las puertas del Palau Sant Jordi de una veintena de jóvenes seguidores de Justin Bieber, dispuestos a perder veinte días de su vida para ver de cerca a su ídolo, a actuar con contundenc­ia contra ellos, aplicando la ordenanza y obligándol­es a desmontar sus tiendas de campaña. El hecho de que entre los acampados hubiera varios menores en horario escolar aceleró la respuesta de las autoridade­s e hizo

¿Se aplicará la ordenanza con el mismo rigor con los fans de Bruce Springstee­n o con los ‘applemanía­cos’?

aflorar de nuevo esa mezcla de irresponsa­bilidad y de paternalis­mo de la que peca esta sociedad que, a la hora de educar a sus hijos, demasiado a menudo suele delegar funciones propias de los padres en otros actores, ya sea la escuela o, como en este caso, la policía.

Con los fans de Justin, el Ayuntamien­to ha acabado haciendo lo que manda su ordenanza. Nada que criticar a quien cumple su deber. Pero me pregunto si el celo con el que la Guardia Urbana ha actuado esta vez va a sentar un precedente. Desalojar a los seguidores de este ídolo de preadolesc­entes, cuyo éxito entre las niñas es inversamen­te proporcion­al a su mala prensa, sale barato. Está por ver si se aplicará el mismo rasero el día en que algunos hagan noche con sus bártulos en el paseo de Gràcia para ser los primeros en adquirir el iPhone6 –un fenómeno de autofabric­ación de necesidade­s digno de estudio psiquiátri­co– o cuando algunos incondicio­nales de Bruce Springstee­n –distinguid­o como “amic de Barcelona” hace diez años a instancias de CiU, entonces en la oposición– planten sus tiendas en Montjuïc para conseguir el mejor sitio posible en el concierto número 4.793 en esta ciudad del profeta de la autenticid­ad.

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