Una guerra por el petróleo
La amenaza de las armas de destrucción masiva se demostró una mera excusa
CBeirut. Corresponsal
on mazas, cadenas y martillos machacaban su cabeza derribada. Una vieja cubierta con el negro chador de las chiíes escupió sobre el rostro de la estatua de Sadam Husein. Se habían ensañado con la gran estatua de bronce como si fuese su cuerpo, y no cejaron hasta descuartizarla. Fue la derrota del régimen –era el 9 de abril del 2003, tres semanas después de la invasión estadounidense de Iraq–, pero la cruel guerra entre resistentes y soldados ocupantes, la guerra civil de chiíes y suníes acababa de empezar.
No hubo ni armas de destrucción masiva ni amenazas bélicas como se pretendió para justificar la invasión, tal como ahora ha reconocido incluso Alan Greenspan, expresidente de la Reserva Federal. Fue una guerra por el petróleo de Iraq.
Ignacio Rupérez, que fue embajador de España en Bagdad, publicó en su libro sobre Iraq: “Resulta amargo saber de manera fehaciente lo que imaginába- mos e informamos como pobres comparsas, que Iraq desde 1991 se había desarmado y no existían armas de destrucción masiva, ni posibilidad de fabricarlas. En el informe final de la Unmovic (la comisión de la ONU) se insiste en que la inspección fue un éxito. Haber leído el testimonio indignado de Hans Blix (presidente de la comisión) de poco consuelo sirvió para quienes sufrimos aquellos días y ya sospechamos lo que después se ha asegurado”.
Con tristeza cuenta el poco caso que gobiernos y organizaciones internacionales hicieron a los despachos que mandaban sus enviados advirtiendo sobre las catástrofes de una guerra. “Los enemigos de Iraq –me dijo en su fortificada embajada– confundieron a un odiado dictador con un gran país, con una sólida administración, y destruyeron al dictador, al Estado y al país”.
Iraq era una gran potencia árabe con ansias de dominio regional gobernado autoritariamente por el partido Baas, de la minoría suní, que se impuso discriminando a los musulmanes chiíes mayoritarios y persiguiendo a la minoría kurda. (En Siria, en cambio, la otra ala del Baas que se aferra al poder, está constituida por los alauíes, escisión chií, que dirige esta nación de mayoría suní).
Al margen de interpretaciones históricas, quiero señalar un hecho relevante. Desde 1970, todos los países fronterizos con Israel han sido debilitados por sus conflictos armados: entre jordanos y palestinos, en el septiembre negro de 1970, la guerra civil de Líbano en 1975, en 1991 y el 2003 las invasiones estadounidenses en Iraq y, por último, desde el 2011, el infierno inextinguible de Siria.
Los estadounidenses habían soñado con democratizar Oriente Medio y convertir Iraq en su escaparate de reformas políticas árabes. A los diez años de la invasión, su fracaso ha provocado la exacerbación de identidades asesinas, atrocidades de Al Qaeda contra los chiíes, de escuadrones de la muerte contra la población suní, la devastación del país, las limpiezas étnicas, el éxodo de los cristianos, etcétera.
Tras la evacuación militar estadounidense del 2011 ha aumentado la influencia de Irán sobre la nueva clase dirigente chií. Los suníes fueron los grandes derrotados, mientras que los kurdos, amparados por Occidente, han establecido su entidad política casi independiente en el norte, convertida en floreciente territorio. La distribución de los ingresos
Los enemigos de Iraq confundieron a un odiado dictador con un gran país y una sólida administración
por la exportación de su petróleo sigue siendo la manzana de la discordia entre el gobierno de Bagdad y el autónomo de Irbil.
Los estadounidenses ganaron la guerra, aunque perdieron la paz. Pero son los iraquíes las víctimas de sus antiguos liberadores y de sus nuevos gobernantes, un nuevo régimen corrompido, ineficaz y sectario, encabezado por Nuri al Maliki, que vivió exilado un cuarto de siglo.
La palabra se ha liberado en Bagdad. Hay partidos políticos y toda suerte de prensa, pero el país sucumbe a su frustración, a su fatiga cotidiana. Los asesinatos impunes de homosexuales han aumentado el ambiente de inseguridad y fanatismo. La guerra en Siria, al otro lado de su larga y porosa frontera, atiza el fuego, nunca extinguido, entre suníes y chiíes de Iraq.