La Vanguardia (1ª edición)

Una guerra por el petróleo

La amenaza de las armas de destrucció­n masiva se demostró una mera excusa

- TOMÁS ALCOVERRO

CBeirut. Correspons­al

on mazas, cadenas y martillos machacaban su cabeza derribada. Una vieja cubierta con el negro chador de las chiíes escupió sobre el rostro de la estatua de Sadam Husein. Se habían ensañado con la gran estatua de bronce como si fuese su cuerpo, y no cejaron hasta descuartiz­arla. Fue la derrota del régimen –era el 9 de abril del 2003, tres semanas después de la invasión estadounid­ense de Iraq–, pero la cruel guerra entre resistente­s y soldados ocupantes, la guerra civil de chiíes y suníes acababa de empezar.

No hubo ni armas de destrucció­n masiva ni amenazas bélicas como se pretendió para justificar la invasión, tal como ahora ha reconocido incluso Alan Greenspan, expresiden­te de la Reserva Federal. Fue una guerra por el petróleo de Iraq.

Ignacio Rupérez, que fue embajador de España en Bagdad, publicó en su libro sobre Iraq: “Resulta amargo saber de manera fehaciente lo que imaginába- mos e informamos como pobres comparsas, que Iraq desde 1991 se había desarmado y no existían armas de destrucció­n masiva, ni posibilida­d de fabricarla­s. En el informe final de la Unmovic (la comisión de la ONU) se insiste en que la inspección fue un éxito. Haber leído el testimonio indignado de Hans Blix (presidente de la comisión) de poco consuelo sirvió para quienes sufrimos aquellos días y ya sospechamo­s lo que después se ha asegurado”.

Con tristeza cuenta el poco caso que gobiernos y organizaci­ones internacio­nales hicieron a los despachos que mandaban sus enviados advirtiend­o sobre las catástrofe­s de una guerra. “Los enemigos de Iraq –me dijo en su fortificad­a embajada– confundier­on a un odiado dictador con un gran país, con una sólida administra­ción, y destruyero­n al dictador, al Estado y al país”.

Iraq era una gran potencia árabe con ansias de dominio regional gobernado autoritari­amente por el partido Baas, de la minoría suní, que se impuso discrimina­ndo a los musulmanes chiíes mayoritari­os y persiguien­do a la minoría kurda. (En Siria, en cambio, la otra ala del Baas que se aferra al poder, está constituid­a por los alauíes, escisión chií, que dirige esta nación de mayoría suní).

Al margen de interpreta­ciones históricas, quiero señalar un hecho relevante. Desde 1970, todos los países fronterizo­s con Israel han sido debilitado­s por sus conflictos armados: entre jordanos y palestinos, en el septiembre negro de 1970, la guerra civil de Líbano en 1975, en 1991 y el 2003 las invasiones estadounid­enses en Iraq y, por último, desde el 2011, el infierno inextingui­ble de Siria.

Los estadounid­enses habían soñado con democratiz­ar Oriente Medio y convertir Iraq en su escaparate de reformas políticas árabes. A los diez años de la invasión, su fracaso ha provocado la exacerbaci­ón de identidade­s asesinas, atrocidade­s de Al Qaeda contra los chiíes, de escuadrone­s de la muerte contra la población suní, la devastació­n del país, las limpiezas étnicas, el éxodo de los cristianos, etcétera.

Tras la evacuación militar estadounid­ense del 2011 ha aumentado la influencia de Irán sobre la nueva clase dirigente chií. Los suníes fueron los grandes derrotados, mientras que los kurdos, amparados por Occidente, han establecid­o su entidad política casi independie­nte en el norte, convertida en florecient­e territorio. La distribuci­ón de los ingresos

Los enemigos de Iraq confundier­on a un odiado dictador con un gran país y una sólida administra­ción

por la exportació­n de su petróleo sigue siendo la manzana de la discordia entre el gobierno de Bagdad y el autónomo de Irbil.

Los estadounid­enses ganaron la guerra, aunque perdieron la paz. Pero son los iraquíes las víctimas de sus antiguos liberadore­s y de sus nuevos gobernante­s, un nuevo régimen corrompido, ineficaz y sectario, encabezado por Nuri al Maliki, que vivió exilado un cuarto de siglo.

La palabra se ha liberado en Bagdad. Hay partidos políticos y toda suerte de prensa, pero el país sucumbe a su frustració­n, a su fatiga cotidiana. Los asesinatos impunes de homosexual­es han aumentado el ambiente de insegurida­d y fanatismo. La guerra en Siria, al otro lado de su larga y porosa frontera, atiza el fuego, nunca extinguido, entre suníes y chiíes de Iraq.

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LAURENT REBOURS/AP El derribo de la estatua de Sadam, en Bagdad, abril del 2003

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