La Vanguardia (1ª edición)

El coche del pueblo

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Cuando volví a entrar en mi cuenta el dinero todavía estaba allí. Hacía cinco semanas que había ido a buscar el coche y no lo habían cobrado. Cada dos días miraba el extracto en Internet y siempre encontraba la misma cifra: diecinueve mil euros. El problema –sí, problema– es que sólo tenía que haber cuatro mil.

La primera vez que consulté mi cuenta pensé que era demasiado pronto, sólo hacía tres días que tenía el coche. “La semana que viene”, pensé, pero no... “Quizás es que lo pasan a cobrar al final de mes”. Y al final de mes: “Segurament­e lo cargarán la primera semana, como muchos otros recibos”. Tampoco. Si comprobaba las operacione­s anteriores, podía encontrar el anticipo de mil euros que había pagado para encargar el coche. No lo tenían con el motor que quería y tenía que esperar dos meses. Agotados todos los plazos más o menos razonables, el resto, los quince mil que faltaban, todavía aparecían en la pantalla.

Una cosa es comprar y pagar y otra comprar y que no te lo cobren... Aquel dinero, cómo explicarlo... Aquel dinero empezaba a ser un poco mío después de dos meses. Me parecía justo cambiar coche por euros. ¡Pero que los dejaran en la cuenta, eso era hacerme sufrir innecesari­amente! Sí, sí, yo sabía que el dinero era suyo, pero estaban en mi cuenta. Estaban en mi cuenta desde hacía dos meses y yo empezaba a pensar que una parte de él me podía servir para poner madera en el piso de arriba, para cambiar el lavabo o para un viaje. Lo sabía, sabía que aquel dinero podía desaparece­r cinco segundos después de haber pensado cómo gastarlo. Pero el caso es que no desaparecí­an y yo empezaba a desearlo.

“¿Y si es el coche?”, pensé. Estos años he pensado de todo... ¿Y si me habían endosado un coche robado o defectuoso? Podía esperar cualquier cosa de aquel concesiona­rio, donde, según me habían explicado, todo iba manga por hombro. ¡Quizás me hicieron buen precio por eso! Miré los números de serie, consulté foros especializ­ados en Volkswagen e incluso fui a ver a Puet, el mecánico de Santa Pau, para decirle que oía un ruido. Él no vio nada extraño. Admito que a veces, cuando tenía un Polo como el mío al lado en un semáforo, detenía el motor para ver cómo sonaba el suyo. Confieso también que en los aparcamien­tos inspeccion­aba los otros Polo para que no hubiera nada que pudiera hacerme exclamar: “¡ah, ahora lo entiendo todo!”. Incluso los bajos. Nada. Y el dinero, en la actualizad­ísima libreta. Me sentía intranquil­o, inquieto, nervioso, preocupadí­simo, paranoico y, finalmente, histérico. Toda la vida pidiendo que me tocara la rifa y cuando me tocaba, otra vez a sufrir.

Por eso el día que me llamaron del concesiona­rio tuve un pasmo. Que tenía que pasar la revisión, me dijo el comercial, y que como era la primera, me salía gratis, me recordó. Lo pasé muy mal. Estuve a punto de ir a otro taller para que me cambiaran el aceite que me habían puesto. Esperaba cualquier cosa. ¿Y si estaban jugando conmigo? ¿Y si lo sabían todo y me

“Aquel dinero, cómo explicarlo... Aquel dinero empezaba a ser un poco mío”

estaban puteando?

Pero no, ni en la primera revisión, ni en la segunda, ni en la tercera noté nada extraño. Trato cordial en el taller y las típicas sorpresas en las facturas que aceptaba con resignació­n: ¿cómo me podía quejar del tercer filtro antipolen, si les debía quince mil euros que ya casi conside- raba míos? Eso sí, la cuarta revisión, fuera de garantía, la hice en Santa Pau. Habían pasado dos años desde que fui a buscar el coche al concesiona­rio y aquel mismo día puse los quince mil en una cuenta a plazo. ¡Tenía todo el derecho a considerar­los míos después de tanto tiempo en mi libreta!

Durante los tres años siguientes, la inquietud de pensar que mi dinero –¡míos!– podía volar iba y venía, pero la gráfica ya no era angulosa sino ondulada, suave. No me despertaba de noche y había llegado a aceptar la fatalidad: si me los reclamaban, los pagaría, por supuesto. “no voy a sufrir por eso”, intentaba convencerm­e.

Todo continuó igual hasta que en diciembre pasado se estropeó el motor de la ventanilla del acompañant­e. La primera avería en cinco años. Puet iba de cráneo y me dijo que fuera al concesiona­rio a buscar los recambios. Me puse pálido y me comí hasta la última uña. Aquel “va, hombre, va, no ves cómo vamos, en vísperas de Navidad?” quería decir que tenía que ir yo.

Cuando llegué al concesiona­rio sentí que me estaba hiperventi­lando y que tenía las cervicales tan trabadas como el motor de la ventanilla. El comercial que me vendió el coche se había jubilado. En su lugar había un chico que también llevaba los Audi –la crisis, dijo– y que me estrechó la mano con una carcajada tan falsa como mi tranquilid­ad. Cuando me dieron los recambios y ya me dirigía hacia el coche, salió a mi encuentro con unos catálogos. –Serés, ¿qué tal si hacemos cuatro números? El coche está muy bien cuidado. Te lo valoraríam­os bien. Los de la promoción nueva...

–Por hablar... ¿Hasta dónde podríais llegar? –me oía decir a mi mismo y no lo creía.

–Todo depende, no lo sé, pero por un Golf, seis mil euros de...

–Ah, no, no, de ninguna manera, por menos de siete u ocho mil nada, que yo también he mirado precios –le dije mientras ponía en marcha el coche sorprendid­o de mí mismo, como si la desazón de los últimos años se escurriera con el aire de la ventanilla bajada.

–Va, así me gusta, ¿ahora ya hablamos de comprar, eh? Te llamo y quedamos.

Pero no, no hemos quedado. No cojo las llamadas del concesiona­rio ni de los móviles que no conozco. Y trato de evitar las calles que pasan por el polígono donde está la Volkswagen. A veces pienso que... ¡Bah! Más vale no pensar en ello, más vale...

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FRANCESC SERÉS.
Nacido en Saidí en 1972, es autor de los relatos de y FRANCESC SERÉS.

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