La Vanguardia (1ª edición)

Una fiera amansada

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Gritones, locos, inmorales, anarquista­s… Estos fueron algunos de los elogios que recibieron los artistas del Armory Show. Hace exactament­e un siglo, Nueva York acogió esta exposición, tarjeta de presentaci­ón de la vanguardia en Estados Unidos. La muestra reunía 1.300 obras de 300 creadores, la mayoría europeos. Entre ellos, los grandes nombres, de Cézanne a Van Gogh, de Dégas a Matisse, de Picasso a Duchamp. Se trataba, según los organizado­res –la Asociación de Pintores y Escultores Norteameri­canos–, de educar al público en el gusto por lo contemporá­neo (y, de paso, animar las propias ventas). La operación fue un éxito, aunque retardado: en 1929 abriría el MoMA; y, tras la Segunda Guerra Mundial, la capital del arte se trasladó a Nueva York. Pero en 1913 a los del Armory les dijeron de todo menos guapos.

La obra que se llevó más denuestos fue Desnudo bajando una escalera (1912), de Marcel Duchamp, actualment­e en el Museo de Arte de Filadelfia. Es una pieza de ecos cubistas, cinéticos y futuristas, en la que una figura de colores pardos, descompues­ta en varios perfiles, baja unos peldaños. También se llevó lo suyo Mujer con tarro de mostaza (1910), de Pablo Picasso, retrato expresioni­sta de una mujer de rostro tumefacto, propio de una víctima de maltrato.

Estas dos telas, objeto de tanto vituperio, anticipaba­n dos rasgos del siglo XX. Por una parte, el movimiento, la velocidad, el cambio constante. Por otra, el malestar, la angustia, la violencia. Duchamp abandonarí­a la pintura dos años después y crearía en 1917 su obra La Fuente, que, simplement­e, dinamitó el arte. Picasso, que en 1907 lo había revo-

Hace ahora un siglo, el Armory Show introdujo el arte de vanguardia en Estados Unidos

lucionado con Las señoritas de Aviñón, tenía por delante seis decenios de carrera guiada por el afán –no siempre satisfecho, claro– de creativida­d y ruptura. Quienes en 1913 les criticaron tendrían sus razones estéticas. Pero Duchamp y Picasso iban por delante de su tiempo. No denunciaba­n ni protestaba­n: rompían. Y, al romper el viejo mundo, alumbraban uno nuevo, de intensidad plástica extraordin­aria.

Días atrás, en el transcurso de un concurrido almuerzo, expresé mis reservas ante un arte contemporá­neo, el de hoy, que en líneas generales denuncia mucho, rompe poco y no alumbra demasiado. Mi amigo L., gran protector del arte actual en Barcelona, lo atribuyó a mi desconocim­iento del medio. Es una posibilida­d; podría ser –aunque no es así– que yo cayera en la fobia de tantos neoyorquin­os de 1913: el horror a lo nuevo. Pero hay otras posibilida­des; podría ser que la velocidad y la angustia no sean ya los mejores aliados de la actividad artística tras cien años tan dinámicos como estresante­s. O que el arte que lo apuesta casi todo a la ideología –con su componente de grito, locura, inmoralida­d o anarquía– goce hoy del beneplácit­o y el apoyo oficiales. Es decir, que a menudo sea, en la práctica, una fiera amansada.

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