El don (o el juego) del discernimiento
Entre la fraternidad y la maniobra: humanísimas contradicciones en Roma
En Roma abundan los espacios deslumbrantes. Grandiosos como la plaza de San Pedro. Sutiles como el ojo de la cerradura de los Cavalieri di Malta. Si el visitante acerca el ojo a la cerradura, verá la cúpula vaticana de Miguel Ángel como si fuera una miniatura. Ayer pasé por allí: pequeña y deliciosa, la cúpula aparecía como un precioso juguete. Después, llamé a un taxi para ir a la Appia Antica, la carretera más vieja del mundo. Pedí al taxista que se detuviera en Quo Vadis, lugar en el que, según Sienkiewicz, novelista de fama efímera, San Pedro, huyendo de la persecución de los romanos, tuvo la visión de Cristo encarnándose de nuevo para volver a ser crucificado. Avergonzado por su cobardía (el Evangelio lo describe como un miedoso que niega Cristo tres veces), Pedro da media vuelta y es crucificado.
Impresiona caminar por encima de los toscos y enormes adoquines negros que los romanos colocaron unos 400 años antes de Cristo. La Via Appia se adentra entre verdes prados, cipreses y ruinas. Es domingo y predominan los deportistas. Al pasar por delante de las catacumbas de San Calixto, Paola, una historiadora que reposa del footing, me explica que los cristianos no se escon- dían como hacen creer las películas. Simplemente querían ser enterrados todos juntos: mártires y miedosos, ricos y pobres, patricios y esclavos. La nueva y extraña religión idealizaba la fraternidad. Inventó la igualdad.
Entro en la pequeña basílica de San Sebastián. Me maravilla una formidable escultura de Giorgetti que representa al santo, yacente y con tres flechas clavadas. Barroquismo puro: el movimiento del cuerpo expresión a la vez de belleza y dolor. Pero no estoy aquí para contemplar estatuas. Resulta que todos los cardenales, sean de donde sean, son titulares de una parroquia en Roma. Y el domingo antes del cónclave todos ofician en ella. La basílica de San Sebastián corresponde al cardenal catalán Lluís Martínez Sistach. Allí está: en la sacristía, conversando, en un italiano bastante bueno, con un grupo de parroquianos que le preguntan sobre el Conclave. Sistach, apacible, responde con discretísima prudencia. Habla de la fraternidad que los cardenales estos días experimentan; y de la esperanza en el aliento del espíritu santo.
La misa de doce está a rebosar. La comunidad parroquial de San Sebastián es viva y apasionada. Gente de todas las edades. Madres, muchas madres con minifalda, y niños. Una de ellas da la papilla al pequeño, otra acompaña un joven gay, depiladísimo, que ora en tono displicente. Cuando rezan el padrenuestro, los romanos de esta parroquia se dan las manos formando una especie de sardana. Llegada la hora de la paz, se desplazan de un banco a otro con alegría contagiosa. El franciscano que dirige la parroquia comienza la misa aplaudiendo la compañía del “cardinale di Barcellona”. Responde Sistach, agradeciendo la acogida y recabando oraciones a fin de que los cardenales reciban “el don del discernimiento”. En la homilía describe el cristianismo como religión del amor, aprovechando la parábola del Evangelio del día: el de un padre que acoge con cariño al hijo que ha dilapidado la herencia mientras invita a su otro hijo a disipar la envidia y a compartir la alegría del reencuentro.
Antes de la benedicción, el franciscano le pregunta, con ironía: “Se quedará en Roma o volverá a casa”. “Meglio tornare a casa”, responde. El peso de la tiara asusta, como asustaba a San Pedro. Me acerco a saludarle. Lo veo sereno y emocionado a la vez. ¿Siente el peso del momento? “De estar solo, lo sentiría, pero somos 115 y nos reforzamos unos a otros fraternalmente”.
El cardenal catalán no abandona ni la bondad, ni la confianza en la fuerza del amor cristiano, aunque, por otras vías romanas corren rumores de otro tipo. El conflicto, se dice, no es tanto entre curiales y foráneos, sino entre los sobrevivientes de la época de Juan Pablo II y los nuevos. Los cardenales más veteranos, sin derecho a voto, estarían maniobrando liderados por Angelo Sodano (a quien ocho años atrás un periodista italiano caricaturizaba separando su apellido en dos: So Danno: soy dañino). Querrían apalancar viejos poderes curiales y conseguir que el gesto renovador de Benedicto XVI quedara en anécdota. En este sentido, la candidatura del brasileño Scherer, que tal sector propugna, sería engañosa: un latinoamericano cercano a los más pobres parecería renovación, pero podría quedar atrapado en las telarañas vaticanas: en manos de la vieja guardia curial.
Cuando me cuentan estas maniobras humanas, demasiado humanas, me da la impresión de que en Roma no son pocos los religiosos que observan el Vaticano desde el agujero de la cerradura de los Cavaliere di Malta: no como la expresión compleja y contradictoria de la religión del amor, sino como un juguete particular.