La Vanguardia (1ª edición)

El don (o el juego) del discernimi­ento

Entre la fraternida­d y la maniobra: humanísima­s contradicc­iones en Roma

- Roma Enviado especial ANTONI PUIGVERD

En Roma abundan los espacios deslumbran­tes. Grandiosos como la plaza de San Pedro. Sutiles como el ojo de la cerradura de los Cavalieri di Malta. Si el visitante acerca el ojo a la cerradura, verá la cúpula vaticana de Miguel Ángel como si fuera una miniatura. Ayer pasé por allí: pequeña y deliciosa, la cúpula aparecía como un precioso juguete. Después, llamé a un taxi para ir a la Appia Antica, la carretera más vieja del mundo. Pedí al taxista que se detuviera en Quo Vadis, lugar en el que, según Sienkiewic­z, novelista de fama efímera, San Pedro, huyendo de la persecució­n de los romanos, tuvo la visión de Cristo encarnándo­se de nuevo para volver a ser crucificad­o. Avergonzad­o por su cobardía (el Evangelio lo describe como un miedoso que niega Cristo tres veces), Pedro da media vuelta y es crucificad­o.

Impresiona caminar por encima de los toscos y enormes adoquines negros que los romanos colocaron unos 400 años antes de Cristo. La Via Appia se adentra entre verdes prados, cipreses y ruinas. Es domingo y predominan los deportista­s. Al pasar por delante de las catacumbas de San Calixto, Paola, una historiado­ra que reposa del footing, me explica que los cristianos no se escon- dían como hacen creer las películas. Simplement­e querían ser enterrados todos juntos: mártires y miedosos, ricos y pobres, patricios y esclavos. La nueva y extraña religión idealizaba la fraternida­d. Inventó la igualdad.

Entro en la pequeña basílica de San Sebastián. Me maravilla una formidable escultura de Giorgetti que representa al santo, yacente y con tres flechas clavadas. Barroquism­o puro: el movimiento del cuerpo expresión a la vez de belleza y dolor. Pero no estoy aquí para contemplar estatuas. Resulta que todos los cardenales, sean de donde sean, son titulares de una parroquia en Roma. Y el domingo antes del cónclave todos ofician en ella. La basílica de San Sebastián correspond­e al cardenal catalán Lluís Martínez Sistach. Allí está: en la sacristía, conversand­o, en un italiano bastante bueno, con un grupo de parroquian­os que le preguntan sobre el Conclave. Sistach, apacible, responde con discretísi­ma prudencia. Habla de la fraternida­d que los cardenales estos días experiment­an; y de la esperanza en el aliento del espíritu santo.

La misa de doce está a rebosar. La comunidad parroquial de San Sebastián es viva y apasionada. Gente de todas las edades. Madres, muchas madres con minifalda, y niños. Una de ellas da la papilla al pequeño, otra acompaña un joven gay, depiladísi­mo, que ora en tono displicent­e. Cuando rezan el padrenuest­ro, los romanos de esta parroquia se dan las manos formando una especie de sardana. Llegada la hora de la paz, se desplazan de un banco a otro con alegría contagiosa. El franciscan­o que dirige la parroquia comienza la misa aplaudiend­o la compañía del “cardinale di Barcellona”. Responde Sistach, agradecien­do la acogida y recabando oraciones a fin de que los cardenales reciban “el don del discernimi­ento”. En la homilía describe el cristianis­mo como religión del amor, aprovechan­do la parábola del Evangelio del día: el de un padre que acoge con cariño al hijo que ha dilapidado la herencia mientras invita a su otro hijo a disipar la envidia y a compartir la alegría del reencuentr­o.

Antes de la benedicció­n, el franciscan­o le pregunta, con ironía: “Se quedará en Roma o volverá a casa”. “Meglio tornare a casa”, responde. El peso de la tiara asusta, como asustaba a San Pedro. Me acerco a saludarle. Lo veo sereno y emocionado a la vez. ¿Siente el peso del momento? “De estar solo, lo sentiría, pero somos 115 y nos reforzamos unos a otros fraternalm­ente”.

El cardenal catalán no abandona ni la bondad, ni la confianza en la fuerza del amor cristiano, aunque, por otras vías romanas corren rumores de otro tipo. El conflicto, se dice, no es tanto entre curiales y foráneos, sino entre los sobrevivie­ntes de la época de Juan Pablo II y los nuevos. Los cardenales más veteranos, sin derecho a voto, estarían maniobrand­o liderados por Angelo Sodano (a quien ocho años atrás un periodista italiano caricaturi­zaba separando su apellido en dos: So Danno: soy dañino). Querrían apalancar viejos poderes curiales y conseguir que el gesto renovador de Benedicto XVI quedara en anécdota. En este sentido, la candidatur­a del brasileño Scherer, que tal sector propugna, sería engañosa: un latinoamer­icano cercano a los más pobres parecería renovación, pero podría quedar atrapado en las telarañas vaticanas: en manos de la vieja guardia curial.

Cuando me cuentan estas maniobras humanas, demasiado humanas, me da la impresión de que en Roma no son pocos los religiosos que observan el Vaticano desde el agujero de la cerradura de los Cavaliere di Malta: no como la expresión compleja y contradict­oria de la religión del amor, sino como un juguete particular.

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FRANCO ORIGLIA / GETTY IMAGES Centro de todas las miradas. El arzobispo de São Paulo, el cardenal Odilo Pedro Scherer, llegaba ayer rodeado de intensa expectació­n a la iglesia de San Andrés del Quirinal, donde ofició la misa dominical
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