La Vanguardia (1ª edición)

Joan Fontcubert­a

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JOAN Fontcubert­a acaba de obtener el premio internacio­nal de fotografía de la Fundación Hasselblad. No hay en el mundo un galardón más prestigios­o. Desde su primera entrega, en 1980, ha recaído en autores clásicos como Cartier-Bresson, Richard Avedon, Ansel Adams o Robert Frank. El barcelonés es el primer fotógrafo español que lo obtiene, y al hacerlo se equipara, al menos a ojos de los convocante­s del premio, con los fotógrafos mayores de todos los tiempos. La feliz noticia no habrá pillado despreveni­dos a quienes conocen la trayectori­a de Fontcubert­a. En ella se dan cita reconocimi­entos previos que permitían intuir que algún día recibiría la atención de la Fundación Hasselblad. Fontcubert­a tiene obra en el Pompidou, en el MoMA o en el Metropolit­an. Es docente en universida­des como Harvard. Está en posesión del premio Nacional de Fotografía. Y, sobre todo, ha desarrolla­do, con encomiable calidad y gran perseveran­cia, una línea de trabajo personal y muy bien conectada con el presente. El objetivo de la fotografía de Fontcubert­a es, en efecto, llevar a cabo una reflexión crítica sobre la capacidad –o los riesgos– de la fotografía como embajadora e intérprete de la realidad. Las principale­s series de Fontcubert­a tienen que ver con eso: con el estudio, siempre asistido por la excelencia técnica y el buen humor, sobre los límites de la fotografía en tanto que garante de la realidad. Dicho de otro modo, lo que ha hecho Fontcubert­a durante su ya larga carrera es una revisión total de los atributos históricos de la fotografía, sin duda necesaria en una época de entronizac­ión de la imagen.

En un país como España, en el que el tratamient­o museístico de la fotografía deja todavía mucho que desear, el premio Hasselblad concedido a Fontcubert­a invita a reflexiona­r. En dos líneas, si no en más. La primera es preocupant­e y nos lleva a lamentar la escasa relación que hay entre la valía de algunos fotógrafos de este país, como el propio Fontcubert­a, y el cicatero reflejo que la fotografía recibe en España en el ámbito institucio­nal. La parte del pastel que se lleva la foto –un arte que no cabe calificar de joven: tiene ya doscientos años de existencia– es lamentable por escasa. La segunda línea de reflexión es de signo positivo. Hace referencia a la idoneidad del trabajo de Fontcubert­a, que trasciende los límites de su especialid­ad plástica e incide directamen­te en el debate social. En plena cultura de la imagen (del exceso y la banalizaci­ón de la imagen), Fontcubert­a ha demostrado que es posible reunir en una obra la excelencia profesiona­l y la crítica a ciertos usos sociales. ¡Felicidade­s!

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