PASOLINI por PASOLINI
El CCCB dedica una gran exposición al poeta y cineasta que creó un nuevo imaginario de Roma
Huí con mi madre y una maleta y algunas joyas que resultaron ser falsas. Íbamos hacia Roma. Quiero decir que habíamos abandonado al padre al lado de una pequeña estufa de gente pobre, con su viejo capote de militar y sus furias espantosas de enfermo de cirrosis y síndromes paranoides. Viví aquella página de novela, la única de mi vida: por el resto –qué puedo decir–, he vivido dentro de una lírica, como todo obseso...”, escribió Pier Paolo Pasolini, en Poeta delle Ceneri, recordando aquel mes de enero de 1950 en el que, humillado y deprimido, llegaba a Roma. El partido comunista le había cerrado las puertas de la enseñanza pública tras ser denunciado por la Democracia Cristiana por corrupción de menores durante una fiesta de pueblo en el Friul. La justicia italiana lo absolvería de aquella acusación, pero él –que vivirá aquí su gran historia de amor, carnal y descarnada– ya nunca sería el mismo. Y Roma, tampoco. “Hay una Roma antes y después de Pasolini. Sus escritos y sus películas crearon un nuevo imaginario de la capital italiana”, defienden Gianni Borgna, Alain Bergala y Jordi Balló, los tres comisarios de la exposición Pasolini Roma –hasta el 15 de septiembre– que nos devuelve el CCCB de los mejores tiempos y hace de Barcelona un foco de interés internacional. De aquí viajará a la Cinémathèque de París, la Azienda Speciale Palaexpo-Palazzo delle Esposizioni de Roma y el Martin-Gropius-Bau de Berlín, coproductores de una muestra en muchos aspectos ejemplar.
“Pasolini fue sin discusión el mayor intelectual italiano de la segunda mitad del siglo XX”, afirma el crítico francés Alain Bergala. Gianni Borgna, que lo conoció y mantuvo con él una estrecha amistad, añade que su “gran particularidad es que era un poeta filósofo” y alaba su coraje en pos de la verdad, “algo extremadamente peligroso en Italia”. Y, en fin, Jordi Balló subraya su enorme vitalidad, especialmente conmovedora en el tramo final de la exposición, como cuando en pleno rodaje de Saló o los 120 días de Sodoma, “la película más desesperan- zada de la historia del cine” que le reportó numerosas amenazas de muerte y presiones políticas, lo vemos feliz, jugando un partido de fútbol con los actores y técnicos de Novecento, la película de su amigo Bertolucci. Pasolini no llegó a verla estrenada. De forma imprevista y trágica, el 2 de noviembre de 1975 apareció su cuerpo, terriblemente masacrado, en un descampado de la playa de Ostia. Estaba en su mejor momento creativo. Valiente y combativo en sus aceradas declaraciones y artículos en prensa.
Hasta aquí la voz de los comisarios. Porque es el propio Pasolini, su palabra, la que nos va contando, casi al oído, su propia historia, su relación con Roma, esa ciudad a la que llegó huyendo del provincianismo de Ramuscello y la encontró (era año de Jubileo)
tomada por sacerdotes y beatas (“es una religión sin color, gris, plana.... ante este show, la bomba atómica ya no escandaliza: suicidarse es urgente”, escribe), sus primeros años en una casa “sin tabiques ni revoques”, cerca de la cárcel de Rebibbia desde donde cada día partía hacia su trabajo como profesor en una escuela de Ciampino (tres horas de transporte público), su descubrimiento de la belleza de los márgenes, de los suburbios, el goce de una sexualidad libre, sus encuentros con los raga
zzi a orillas del Tíber y la asunción de su propia homosexualidad... Las palabras del poeta que, ahora sí, se va haciendo un hueco en los cenáculos literarios de la capital, se puntúan con excelentes guiños escenográficos, como la reproducción de una estatua de la plaza de la Tortugas, escenario de placeres; la proyección en el Nuovo de
Roma città aperta, de Rossellini o la reunión, inesperada y casi milagrosa, de sus cuadros favoritos, de la Crocifissione de Guttuso o las naturalezas muertas de Morandi.
Hombre de letras, Pasolini entra en el cine a través de Accatone (1961). Fellini le sugiere rodarla con su productora y le propone tres días de prueba. Le pide ayuda a Bertolucci, que no había rodado nunca. El resultado no convence al realizador de La dolce vita y Pasolini la tira adelante en solitario con actores no profesionales (ladronzuelos, prostitutas...). Será allí donde conocerá al amor de su vida, un aprendiz de carpintero, Ninetto Davoli, que lo hundirá en auténtico un pozo negro nueve años después cuando lo deje para casarse con una joven mujer. (Él sólo encontrará consuelo en Maria Callas, con la que vive una intensa relación amorosa). La muestra discurre ahora ya en clave decididamente cinematográfica, con momentos desternillantes, como la proyección sobre el parabrisas de un Millecento fragmentos de Comizi
d’amore, en la que él mismo entrevista a los italianos sobre la sexualidad, conmovedores, como la discusión amable que vemos a través de la ventana, con Anna Magnani; estimulantes en su compromiso y su cerrada defensa de los débiles (sufrió 30 procesos y decía estar más cerca de la policía que de los estudiantes: ellos eran los hijos de los proletarios, no los otros, defendía) y, al final, el dolor y el silencio de una muerte aún no aclarada.