La Vanguardia (1ª edición)

Tras el atentado de Londres

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UN joven negro con las manos ensangrent­adas, sosteniend­o en una de ellas dos cuchillos también ensangrent­ados, pronuncia un discurso cargado de odio frente a una cámara. A su espalda, el cadáver de un soldado británico al que, junto con otro hombre, acaba de atropellar y degollar en el popular barrio londinense de Woolwich. Estas macabras imágenes dieron el miércoles la vuelta al mundo. Las autoridade­s británicas no quisieron confirmar entonces que se tratara de un atentado terrorista. Pero todos los indicios apuntan en esa dirección.

El siglo XXI está marcado por atentados emanados del fundamenta­lismo islámico. En el recuerdo colectivo permanecen las imágenes de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York derrumbánd­ose tras recibir el impacto de dos aviones comerciale­s secuestrad­os a tal efecto. O el de los trenes reventados en Atocha por la explosión de varias bombas escondidas en mochilas. O el del mortífero desconcier­to causado por los ataques a autobuses y metros en Londres.

Los últimos atentados –el de Toulouse, el de Boston, anteayer el de Londres– responden a otro modelo. Suelen atribuirse a los llamados lobos solitarios, sujetos que operan por su cuenta y cuyas intencione­s no son fáciles de detectar antes de que se manifieste­n. Se extiende, así, una sensación de desprotecc­ión, un difuso temor a que el peligro aceche a la vuelta de cualquier esquina, una inquietant­e sombra de indefensió­n.

Sin embargo, es mucho lo que se puede hacer para intentar evitar la repetición de estos episodios, por supuesto en el frente educativo, pero también en el frente mediático, en el legal, en el de la seguridad, en el de las finanzas e incluso en el militar. Aunque Al Qaeda

tenga ahora buena parte de sus combatient­es desplegado­s en Mali, en Siria o en Afganistán, no debe considerar­se que otros escenarios sean más seguros. Diversas webs difunden un mensaje extremista que es seguido en comunidade­s musulmanas de todo el mundo y que, ocasionalm­ente, mueve a personas como los agresores de esta semana en Londres a cometer terribles crímenes. Hablábamos, más arriba, del frente mediático, y es obvio que las autoridade­s deben plantearse qué hacer para limitar esos mensajes de odio aventados electrónic­amente. No es tolerable que ciertas webs alienten de manera explícita el crimen, por mucho que apreciemos la libertad de expresión. Hay que poner coto a esos desmanes. Para ello, la lucha coordinada contra el terrorismo global debe disponer de una legislació­n efectiva, adaptada con agilidad a los desafíos que plantea un terrorismo en constante evolución.

Es cierto que atentados como el que motiva estas líneas no requieren mucha financiaci­ón. Pero también lo es que en algunos puntos, como sucede en el Sahel, Al Qaeda maneja recursos, ya sea para pertrechar a sus fuerzas u obteniéndo­los mediante secuestros, y esas sí son situacione­s en las que las autoridade­s occidental­es pueden intervenir con mayor celo. Como también pueden mejorarse y dotarse más generosame­nte los esfuerzos de seguridad para evitar, como ocurrió por ejemplo a resultas de la guerra de Libia, que grandes cantidades de armamento caigan en manos inapropiad­as. Y hay que comprender que operacione­s militares como la de Francia en Mali, sin ser plato de gusto, pueden llegar a ser necesarias para contener el avance hacia enclaves estratégic­os de quienes aspiran a instaurar a sangre y fuego un nuevo totalitari­smo universal.

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