La Vanguardia (1ª edición)

Entre el elogio y el lamento por el fin de la guerra

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La perspectiv­a de un fin a la guerra contra el terrorismo –eje del discurso de Barack Obama el jueves– despierta reacciones encontrada­s. En un editorial, The New York Times celebró que “por primera vez, un presidente diga de forma clara e inequívoca que el estado de guerra perpetua (...) es insostenib­le”. Muchos en la izquierda esperan que las palabras se trasladen en hechos. Algunos republican­os lamentan un regreso a la mentalidad previa al 11-S. tras el 11-S. El mundo de Obama es el de la ambigüedad, el claroscuro. Un mundo en el que, explicó, “decir que una táctica militar es legal (...) no significa que sea sabia o moral en cada caso”. Aludía a los drones, que, según algunos cálculos, han matado a unos 400 civiles en países que no están en guerra con EE.UU., como Pakistán y Yemen. “Estas muertes nos perseguirá­n toda la vida”, dijo.

El eco del teólogo Reinhold Niebuhr –uno de los pensadores más influyente­s del siglo XX en EE.UU. y un referente para Obama– resuena en estas palabras. Niebuhr no era un pensador de blancos y negros, sino de grises. En La ironía de la historia americana, escribió: “Nuestros idealistas se dividen entre los que renunciarí­an a cualquier responsabi­lidad de poder con tal de preservar la pureza de nuestra alma, y los que están preparados para obviar cualquier ambigüedad entre el bien y el mal en nuestras acciones, insistiend­o desesperad­amente en que cualquier medida adoptada por una causa buena es inequívoca­mente virtuosa”.

Obama no ha preservado la pureza del alma y admite la ambigüedad. Cuando la activista Benjamin apeló a su conciencia por Guantánamo –“¡Usted es el comandante en jefe! ¡Puede cerrar Guantánamo!”–, el presidente dijo: “Vale la pena prestar atención a la voz de esta mujer”.

Los guardas permitiero­n hablar unos minutos a la activista. Después se la llevaron.

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