Una estatua sin gorra
Nueva York es el paraíso de la publicidad, donde casi todo vale, pero es difícil que la estatua de la Libertad se vea tocada de beisbolista
ENueva York. Corresponsal
l Colón barcelonés se ha visto envuelto en la polémica cuando le han vestido de azulgrana. A su hermano, con residencia fija en Manhattan y conocido aquí, al otro lado del Atlántico, como Columbus, le montaron un ático el pasado septiembre para mayor regocijo de lugareños y turistas.
Aprovechando su restauración, tras 120 años de soledad a la intemperie, se decidió convertir el andamiaje en una residencia. Durante semanas, los ciudadanos tuvieron acceso por unas escaleras exteriores a la mismísima enorme pieza de piedra. Tocarla, no: los vigilantes de seguridad estaban prestos a sacar la tarjeta amarilla e, incluso, la roja.
El aventurero quedó ubicado en medio de la sala de estar, decorada por Bloomingdale, por obra y gracia –mucha gracia– del artista japonés Tatzu Nishi. De aquel día inaugural, este cronista recuerda la satisfacción general. “Es extraordinario tener a Columbus en la mesita del café, ¡qué sentido del humor!”, declaró una de las primeras curiosas.
Sólo hubo un lamento de reper-
En un paralelismo con Barcelona, al Columbus de Manhattan le montaron un ático
cusión mediática, aunque escasa. Nada comparable a una protesta al estilo Special One Mourinho. Al Italic Institute of America no le hizo gracia el pisito. Hablaron de carnaval y de insulto al navegante. El alcalde Bloomberg evitó entrar en debates. “Hay gente que se queja de todo”, zanjó.
También es cierto que detrás de esa iniciativa no había una marca comercial, ni un anuncio en favor de los Yankees –los culers– en detrimento de los Mets –los pericos–, el otro equipo de béisbol de la Gran Manzana, eternos perdedores, que siempre se consideran perjudicados ante la mayor admiración que despiertan los bombarderos del Bronx.
No. El proyecto del ático, cuyo único precio para el visitante era hacer cola, correspondió a Public Art Fund, una organización sin ánimo de lucro en apoyo de la creación artística. La restauración fue el beneficio para la ciu- dad, además del anuncio en forma de noticia en medio mundo.
Sin embargo, nada parece indicar que se hubiese montado un escándalo si la cirugía a Columbus la hubiese patrocinando una marca de refrescos o una cadena de restaurante de fast food. Esto es Nueva York, la metrópolis de la publicidad, de las luces y los neones, de las pantallas gigantes de Times Square, posiblemente el anuncio urbano más grande del planeta, un lugar que resulta agobiante por la masiva presencia de visitantes, pero que fascina en la noche por su colorido.
Ahí, más que en ningún otro lugar, se demuestra la teoría de que, pese a algunas limitaciones éticas, “el que paga manda”. Qué mejor ejemplo que el movimiento Occupy Wall Street. Esta cruzada antisistema y anticorporaciones se publicitó en la famosa pantalla de letras del edifico del Nasdaq, uno de los símbolos capitalistas de lo que ellos combatían, aquella jornada de octubre del 2011 en que su marcha reivindicativa del 99% concluyó en el “cruce de caminos” neoyorquino.
Viene de lejos. A Josep Pla, que si se levantara de la tumba y se releyera, se ruborizaría por lo erróneo de varios de sus pronósticos, ya le fascinó Times Square y la “luminosidad frenética” al visitar la ciudad en 1954. “Es la procacidad comercial llevada a su último límite”, sostuvo en su Weekend (d’estiu) a Nova York.
“Los anuncios son de toda clase y dimensiones, y al lado del lanzamiento de una estrella femeni-
La estatua de la Libertad no está bajo jurisdicción de la ciudad, sino de los parques nacionales
na (o masculina) cinematográfica puede aparecer el anuncio de un producto alimenticio o de una nueva religión, de una lavadora, de un dentífrico o de una faja de efectos prodigiosos”.
No hay duda de que sigue siendo así. Pero a la estatua de la Li- bertad, imagen universal de la tierra de acogida y esposa de Colón, el barcelonés, desde 1992, resulta inimaginable verla con la gorra azul oscura de los Yankees. A la gran dama la protege su simbolismo y el tener residencia bajo la jurisdicción de los parques nacionales, lejos de los intereses crematísticos del alcalde de turno.