La Vanguardia (1ª edición)

‘Los hombres de Harrelson’

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También ha muerto esta semana Steve Forrest, el “teniente Harrelson” al que todos recordamos –cuando menos, mi generación y todos aquellos que se sentaban delante del televisor en los años 70–, por su gran profesiona­lidad y su eficacia para resolver conflictos, ataques a la población y todo tipo de amenazas. Bien, no él, su personaje que capitaneab­a una unidad de élite de la policía de Los Ángeles.

Los hombres de Harrelson fue una serie mítica que fascinó a la audiencia, aunque ahora, segurament­e, nos haría reír; de ella lo que más recuerdo es la música y la facilidad con la que los protagonis­tas se descolgaba­n con cuerdas desde los tejados, dado que eran dos cosas recurren-

C. SÁNCHEZ MIRET, tes en todos y cada uno de los capítulos.

La serie no sólo nos entretenía, sino que también nos formaba –por otra parte como todas, antes y ahora–, seamos o no consciente­s del hecho. Mirando la pantalla aprendemos qué está bien y qué está mal y un largo etcétera de otras cosas que también incluyen crearnos unas determinad­as expectativ­as sobre la policía. Y, en general, sobre todo tipo de agentes de los cuerpos de investigac­ión y seguridad; sobre el trabajo que hacen, los medios de que disponen y la diligencia y el nivel de preparació­n con la que lo desarrolla­n.

El personaje de Steve Forrest no cometía errores o, en el improbable caso de que lo hiciera, eran subsanable­s antes de que se acabara el capítulo. No sólo siempre ganaban a los malos, sino que si se tenía que detener o interrogar a alguien y este no tenía que morir –no estoy segura de que en aquellos momentos a los malos se les matara y basta–, no morían. De aquí buena parte de nuestra extrañeza y perplejida­d por las actuacione­s policiales, –sin ir más lejos o más cerca–, en Londres y en Estados Unidos, los últimos días.

Esta y muchas otras series posteriore­s y anteriores han ayudado a hacernos una idea de los cuerpos de seguridad –especialme­nte de EE.UU. y, aunque sólo sea por extensión o por comparació­n, también de los de todo el mundo– que no se correspond­e con la realidad. No quiero decir que todo lo que es excelencia en la ficción sea todo el contrario en la realidad, sino que la mitificaci­ón no ayuda a ver en perspectiv­a ni su trabajo ni sus actuacione­s, tanto aquellas que merecen alabanzas como las que piden ser erradicada­s.

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