Georges Moustaki
Era un hombre absolutamente exquisito, un hombre bien educado, un hombre refinado; era un hombre elegante, de una dulzura infinita. Y además tenía talento”. Así definía Juliette Gréco a su amigo y colega Georges Moustaki tras conocer la noticia de su muerte, ocurrida la madrugada del jueves (23 de mayo) en su domicilio de la Rue des Deux-Ponts, en la Isla de San Luis, uno de los lugares más hermosos de París.
La primera imagen que recuerdo de él es en las páginas de Paris-Match, a finales de los cincuenta: un chico guapo, de unos veintitantos años (Moustaki era del 34, cuatro años mayor que
El chico guapo, el gigoló de la Piaf, era un poeta que no cantaba, o si lo hacía era en segundo plano
yo), sonriendo en una playa junto a Edith Piaf. Georges Moustaki, le gigolo de la Môme, el amante de la Piaf. De gigolós, la Piaf había tenido muchos –y los seguiría teniendo hasta su muerte–, así que no le presté demasiada atención. Para mí y para mis amigos –Javier Coma, José Luis Guarner y Mito Díaz-Plaja, con los que organicé un ciclo de conferencias sobre la canción francesa en el Ateneu (Josep Maria Espinàs nos hizo el honor de ocuparse de Brassens)–, el único gigoló de la Piaf al que respetábamos y admirábamos era Yves Montand. Pero, poco después de nuestro ciclo del Ateneu –en el viejo salón de actos, presidido por un retrato del Caudillo y donde se escuchó por primera vez Le chant des partisans, cantado por Montand–, apareció un disco de la Piaf, un 45 r.p.m. ( Edith Piaf chante Jo Moustaki, 1958), en el que descubrimos la canción Milord y, huelga decirlo, nos quedamos la mar de impresionados. Y cuando supimos que el chico guapo había escrito la letra de aquella canción –hoy un clásico universal, como el Vecchio frac de Modugno– en un par de horas, nos quedamos doblemente impresionados. El chico guapo, el gigoló de la Piaf, era un poeta.
Un poeta que no cantaba, o si lo hacía era en segundo plano, como en 1967, en que hizo una tournée con Barbara, en la que cantaron a dúo La dame brune, que Georges había escrito para ella. La irrupción, espectacular, de Moustaki como cantante, como intérprete de sus propias canciones, se produjo en 1969, con Métèque: “Avec ma gueule de métèque / De juif errant, de pâtre grec / Et mes cheveux aux quatre vents…”. Genio y figura hasta la sepultura, como dicen en Castilla. En escasos días, la canción arrasó: se escuchaba en todas partes. En realidad era una canción de amor: el judío errante, el pastor griego, le dice a la “dulce cautiva” que por ella se convertiría en un príncipe de sangre, en un soñador o bien en un adolescente, como más le plazca, y que, como un vampiro, se bebería sus
La muerte del músico, muerte esperada, cantada, es un duro golpe para este cronista
veinte años, “et nous feron de chaque jour / Toute une éternité d’amour / Que nous vivrons à en mourir”. Pero el término métèque –del griego metoiko, el que “cambia de casa”– y la palabra judío, le dieron la vuelta: en Francia, desde que en 1894 Maurras popularizó el término, métèque sirve para designar al extranjero indeseable y posee una clara connotación xenófoba cuando no racista. Así que la canción se convirtió en un canto reivindicativo de libertad, igualdad y fraternidad, que muy probablemente el pequeño catalán Manuel Valls –hoy ministro de Interior del gobierno francés– debió cantar en más de una ocasión con sus compañeros.
En 1971, si no recuerdo mal, Georges Moustaki aterrizó en Barcelona, en el Palau de la Música. Lo trajo Oriol Regàs. Lo trajo poco antes o poco después que trajera a Serge Reggiani. Y fue entonces cuando entre ambos des- cubrimos un tercer Moustaki, primo hermano del enamorado vampiro de Métèque, un vampiro un tanto melancólico –“la femme qui est dans mon lit n’a plus vingt ans depuis longtemps” ( Sarah)–, y pariente lejano de aquel milord huidizo: “Je ne suis jamais seul avec ma solitude” ( Ma solitude). Y acabamos por reconocer y admitir a aquel chico guapo, a aquel respetado y admirado poeta que se acostaba con la Piaf, como uno de los nuestros. Nos hicimos amigos y lo hemos seguido siendo hasta que ese condenado enfisema pulmonar que padecía –y que le obligó a cancelar su actuación en el Palau el 8 de enero del 2009; lo recuerdo muy bien porque era el día de mi cumpleaños– se lo llevó al otro barrio. Marina Rossell que lo quiso y lo seguirá queriendo mientras viva, me tenía informado de su salud, mala salud, y a través de ella nos manteníamos en contacto.
La muerte de Georges (por Brassens) Moustaki, muerte esperada, cantada, es un duro golpe para este cronista. Nací como Jean Pierre, en París, durante nuestra guerra incivil y siendo un crío y a medida que me iba haciendo un hombre me crié con aquella canción francesa que tanto le agradaba al poeta Gil de Biedma. De todos mis héroes y heroínas, ya sólo quedan unos pocos: el amigo Aznavour –que el pasado miércoles cumplió 89 años; mi querida Juliette, Guy Béart “Qu’on est bien dans les bras d’une persone du sexe opposé…” ¡Cuánto aprendimos!– y alguno más.
René Solis nos cuenta, en el diario Libération (24 de mayo), que la librería que tenían los padres de Georges en Alejandría, La cité du libre, es hoy un almacén de porcelanas. En los bajos del domicilio de Georges en París, en el que vivió más de cincuenta años, también hay una librería, que Sergi Pàmies conoce muy bien: Ulysse. “Le voyage fut hereux”, escribe Solis. Feliz, muy feliz.