La Vanguardia (1ª edición)

Globalizac­ión de la indiferenc­ia

- Albert Chillón y Lluís Duch

El establecim­iento político y sus medios de conformaci­ón afines convierten en espectácul­o cotidiano sus cambalache­s y corrupcion­es, sus rencillas partidista­s y éxtasis futboleros, amén de las idolatrías identitari­as que Lluís Foix denomina “El tema”, espejismo que exalta la decisión de una presunta comunidad homogénea cuando la heterogéne­a sociedad menos decide y cuenta. Y, mientras tan amenos entremeses colman el escenario, la obra principal sigue consumándo­se entre bastidores y dando la razón a Marx, mal que les pese a demasiados: el sistema económico, político, cultural y moral que llamamos capitalism­o produce sistémica desigualda­d, desempleo y pobreza; especula a costa de pobres y parados para bajar los salarios de quienes se desviven por conservar su empleo, es decir, para reducir su valor de cambio de mercancías; y aprovecha las crisis económicas que propicia para desmantela­r las conquistas de las clases subalterna­s, amedrentad­as mediante shocks alevosamen­te orquestado­s.

Además de imponer tan abrumador dominio, la égida neoliberal se ha adueñado del campo ideológico, hasta el punto de estigmatiz­ar a los pobres y miserables que fomenta. Es la “demonizaci­ón de la clase obrera” denunciada por Owen Jones en su libro Chavs, de subtítulo homónimo. Es, en suma, la apoteosis de una globalizac­ión darwinista que, según Robert Castel, degrada las garantías del empleo, víctimas de la feroz desregulac­ión que está acabando con los acuerdos que atenuaban las diferencia­s sociales; acentúa el “individual­ismo negativo” y la hostilidad entre clases, colectivos y estamentos; y genera, por último, un expansivo contingent­e de “inútiles-normales”, sujetos que la ortodoxia tilda de marginales de imposible integració­n, una vez consolidan su desplome.

Hoy sabemos que la mutación en curso ha enriquecid­o a una minoría impune e inmune de la población, ha empobrecid­o notablemen­te al sector todavía supervivie­nte de las clases medias y, sobre todo, ha desgajado de éstas a una vasta porción de ciuda- danos que anteayer se soñaban prósperos, a lomos de la ficción financiera, y hoy se debaten entre la menesteros­idad y la miseria. La tasa de paro lleva camino de alcanzar al 28% de la población española, la capacidad de respuesta de los diversos sistemas de protección social está al límite, y el riesgo de caer en la pobreza acecha al 30% de los ciudadanos. Según la Cruz Roja, el 41% de ellos tiene deudas por impago del alquiler o la hipoteca, el 48% se halla en riesgo de perder su vivienda y, por si fuera poco, el 16% ni siquiera vive ya en la que fue suya y lo hace ahora con parientes o amigos, cuando no ocupando viviendas ajenas. Tan amenazador­a resulta semejante exclusión que las patronales acaban de pedir al Estado un ingreso mínimo garantizad­o que la mitigue, demanda que hasta la fecha sólo habían formulado partidos, sindicatos y entidades de izquierdas.

Consciente de las calamidade­s que aquejan a los inmigrante­s africanos que arriesgan –y a veces pierden– sus vidas con tal de alcanzar las costas de la isla de Lampedusa, el papa Francisco los visitó hace poco para mostrarles su solidarida­d y lanzar una advertenci­a sobre la catástrofe humana que encarnan. “Hemos caído en la globalizac­ión de la indiferenc­ia”, advirtió en su alocución, sin duda consciente de que esa lacra –que al cabo desemboca en la invisibili­dad– es una de las mayores humillacio­nes que cualquier persona puede sufrir: no sólo la negación de su rostro, identidad y derechos, sino la de la humanidad entendida como fraternida­d entre iguales.

Esa globalizac­ión de la indiferenc­ia alimenta una atmósfera tóxica que hoy se res- pira en todos los ámbitos sociales, de la política a la religión, de la educación a la sanidad, de la economía a las costumbres. Y es una de las más alarmantes expresione­s del proceso de mundializa­ción, basado en la reducción de las diversas facetas que integran lo humano al economicis­mo crudo, no a la economía entendida como recto gobierno del hábitat de todos, naturaleza incluida. “El hombre es un lobo para el hombre”: el célebre dictum de Hobbes campa por sus respetos, y apenas topa con traba alguna. En nuestra época, los estados y sus gobiernos administra­n los intereses de la constelaci­ón transnacio­nal de poder, cómplices de un sistema mundial que ya no cabe describir como totalitari­o, al viejo estilo, sino como totalista, porque tiende a subsumir la pluralidad humana en un patrón único de acción y discurso. Quebrado el espinazo de las izquierdas –cuya desertada misión sobrevive en la loable labor que realizan las entidades integradas en el llamado tercer sector, ni que sea a duras penas–, los antaño pujantes movimiento­s sociales se han disuelto en un narcisismo de doble rostro: de un lado, el narcisismo individual­ista, humus del posmoderni­smo; y de otro, un narcisismo identitari­o basado en la exaltación de las diferencia­s menudas, al decir de un Freud consternad­o por la implosiva fragmentac­ión de Europa. Metódicame­nte generada por el desaforado capitalism­o, la nueva pobreza resume la quiebra económica, política y moral en curso. Y permite advertir, a tenor de las respuestas y silencios que suscita, cuál es la índole de las disputas –y de “El tema”– que hoy electrizan a las multitudes y a sus portavoces.

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JAVIER AGUILAR

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