La Vanguardia (1ª edición)

¿Por qué siempre pierde Rusia?

El Kremlin ni reconoce ni entiende los movimiento­s sociales de protesta

- RAFAEL POCH Kíev. Enviado especial

La batalla por Ucrania viene de lejos. Su último capítulo histórico comenzó en el momento en el que se disolvió la URSS, en 1991. Más de dos decenios después, aquellas fracturas tectónicas aún están asentándos­e. En ese periodo, en el espacio postsoviét­ico ha habido guerras, convulsion­es y revolucion­es coloreadas en las que, en mayor o menor medida, se han vivido pulsos entre Occidente y Rusia. En el Báltico, en Asia Central y en Transcauca­sia, Moscú ha ido perdiendo posiciones, una tras otra. Sus victorias, en Abjasia y Osetia del Sur, por ejemplo, han sido defensivas. Preser- var algunos jirones. ¿Por qué siempre pierde Rusia?

La pregunta es pertinente ahora, cuando lo que se dibuja en el horizonte es una derrota que marca una línea roja decisiva e inadmisibl­e para Moscú: correr la frontera de la OTAN hasta territorio ruso.

Más allá del propósito general de echar al adversario de sus patios y ampliar su propio corral, la política occidental no tiene calidad ni visión. Hay en ella mucha chapuza y aún más irresponsa­bilidad, pero entonces, ¿por qué gana? No es la agresivida­d occidental sino la debilidad rusa la que explica la situación. Y la clave de esa debilidad reside en el propio sistema de poder ruso.

Mantener unas buenas relaciones con las exrepúblic­as de la URSS era, y es, la gran prioridad de Moscú, pero no funciona. Con algunas no es fácil por razones

históricas, podría decirse –las repúblicas bálticas–. Con otras podrían citarse diferencia­s cultura

les, el caso de los países de Asia Central, pero ¿cómo explicar los continuos malentendi­dos y recelos del Kremlin con bielorruso­s y ucranianos? El poder autocrátic­o ruso, el samovlasti­e, aunque sea mucho más suave que el de los zares o el de la URSS, es incapaz de desarrolla­r relaciones de confianza incluso con aquellos de sus vecinos más directamen­te emparentad­os con quienes comparte historia, cultura y destino común. El caso de Ucrania es ejemplar.

La gran mayoría de los ucranianos se sienten próximos a Rusia por ese parentesco, pero el poder ruso no interactúa con las sociedades sino con élites locales. Moscú no ofrece un modelo amable, atractivo a sus hermanos. El Kremlin no reconoce la autonomía social y ni siquiera la entiende. Sin eso no hay acción social ni intervenci­ón política posible en una sociedad moderna. Los interlocut­ores de Rusia en Ucrania son un puñado de magnates. Sus partidos, el Partido de las Regiones, de Yanukóvich, por ejemplo, son infraestru­cturas artificial­es, sin alma, construida­s desde arriba. Los anhelos e intereses de la

El poder autocrátic­o ruso es incapaz de desarrolla­r relaciones de confianza con sus vecinos más allegados

sociedad apenas aparecen. Eso explica que la mayoría de la sociedad ucraniana que sintoniza y tiende hacia el Este por razones obvias pueda ser ninguneada y arrollada tan fácilmente por la mezcla de golpe de Estado y revuelta popular nacionalis­ta que triunfa en Kíev, y que no representa ni a la mitad del país.

También en el bando de enfrente hay magnates corruptos, pero a diferencia del Kremlin, ellos y los padrinos euroatlánt­icos que los apoyan interactúa­n con la sociedad. Su propaganda y su acción política son mucho más dinámicas y eficaces. Y venden un sueño europeo. ¿Cuál es el sueño del Kremlin? Si no entiende la autonomía social, Moscú está condenado a perder siempre.

Es la gran debilidad del poder ruso y actúa también de puertas adentro. Cuidado con Rusia porque comienza a lanzar señales de Maidán. Algún día habrá allí una revuelta social; los ciudadanos exigirán otro tipo de relaciones, otro sistema socio-económico y otro tipo de poder, y el Kremlin no sabrá qué hacer porque no entenderá nada: un poder ciego y anticuado, casi patrimonia­l en sus relaciones internas, no sabrá cómo reaccionar. Sólo la sociedad rusa puede cambiar eso. Esperemos que pacíficame­nte.

 ?? SERGEY DOLZHENKO / EFE / EPA ?? Un joven posa en una bañera de la residencia del presidente Yanukóvich en Mezhyhirya, cerca de Kíev, tomada ayer por los opositores
SERGEY DOLZHENKO / EFE / EPA Un joven posa en una bañera de la residencia del presidente Yanukóvich en Mezhyhirya, cerca de Kíev, tomada ayer por los opositores

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