La Vanguardia (1ª edición)

“Saltar es gratis”

Un calamitoso viaje de dos años precede a los intentos de llegar a Ceuta en patera o atacar la valla de Melilla

- ADRIÁN GONZÁLEZ SERGIO RODRIGO Ceuta / Melilla

Más allá de la refriega política y de la polvareda mediática desatada, el trágico desenlace del intento masivo de entrada de inmigrante­s en Ceuta del 6 de febrero arroja dos cifras: la de los 15 subsaharia­nos que pagaron con su vida y la de los 30.000 que, según el Ministerio del Interior, estarían dispuestos, al otro lado, a aceptar el órdago. Protagonis­tas principale­s, aunque quizás relegados por la polémica a la condición de actores secundario­s. Cada uno de ellos ha tejido su propia historia, en la que se entremezcl­an desesperac­ión, huida y esperanza.

Mamadou Simakha es uno de ellos. Desde el pasado mes de octubre aguarda en el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrante­s), como otros 570 compañeros, el instante de pasar al continente. El jueves, en la céntrica plaza de los Reyes de Ceuta, era uno de los subsaharia­nos que sostenían la pancarta en la cabecera de la manifestac­ión que clamó contra la tragedia. “Quería rendir un homenaje a estos compañeros que no tuvieron tanta suerte como yo”, relata en un aceptable castellano, con timidez. A sus 20 años sabe ya lo que es dejar atrás su ciudad, Kayes, en Mali,

“Sólo quiero trabajar, ganar dinero y volver a casa con mi familia”, se lamenta Mamadou Simakha

para emprender un periplo zigzaguean­te a lo largo de poblados, caminos polvorient­os y fronteras, pero siempre hacia el norte. Mauritania, Argelia, Marruecos... A pie, en bicicleta, acompañado por amigos y luego en soledad. En Marruecos, en la última etapa previa al desembarco en Ceuta, le dieron cobijo, con condicione­s: trabajar durante meses a cambio de facilitarl­e el pasaje en una zodiac que una noche lluviosa acabaría recogiéndo­le junto a otros seis subsaharia­nos cerca de los montes marroquíes, apenas a unos kilómetros de Ceuta, para dejarle en aguas españolas.

Mira hacia atrás y asume que su historia, con final feliz, podría haberse escrito con otro guión: “He pensado mucho en los que han muerto. Podía haber sido yo”, asume. “No saben lo que sufrimos en África. Mi país está en guerra, no tenemos nada. Yo solo quiero trabajar, ganar dinero y volver a casa con mi familia. No hablo con mis padres desde hace más de dos años”.

La historia de Mamadou es desde hace décadas un relato constante en Ceuta, la ciudad a la que junto a Melilla le ha tocado enfundarse el uniforme de guardián de la frontera sur de la UE. Un papel que le hace representa­r más la condición de verdugo que la de víctima de una misión sobrevenid­a. “Hay que lamentar los trágicos acontecimi­entos que se han cobrado la vida de quince personas que solo anhelaban ese futuro mejor, algo a lo que todos tenemos derecho. Pero no sería justo que la imagen que proyectase Ceuta fuera distinta a la de la solidarida­d que hemos demostrado desde hace tantos años con los inmigrante­s que llegan a la ciudad, a los que se acoge y garantiza su estancia”, subraya el presidente de la Ciudad Autónoma, Juan Jesús Vivas.

Esa imagen que Vivas teme que se cuestione es la que ha colocado en el mismo ojo del huracán a los agentes de la Guardia Civil, temerosos también de que la opinión pública les criminalic­e por los sucesos del fatídico 6 de febrero. “A diario salvamos muchas vidas de las que ahora no se habla, y en acciones en las que también sufrimos bajas y lesiones. Lamentamos esas muertes y exigimos a la UE que se implique en un problema que también es suyo”, subrayan desde la Asociación Unificada de Guardias Civiles en Ceuta.

Germinal Castillo, portavoz de la Cruz Roja en Ceuta, sabe desde hace demasiados años lo que es acudir de madrugada a una playa a remendar heridas de inmigrante­s, a arroparles con mantas o a sacudirles el hambre. “Se está perdiendo la perspectiv­a al poner el foco sobre Ceuta cuando la cuestión debería abordarse como un problema global de seres humanos que escapan de sus países buscando una oportunida­d”. Y sentencia contundent­e: “Hasta que no has abrazado a un inmigrante para darle calor por la hipotermia que sufre no puedes entender de qué va esto”.

Una historia paralela vive la ciu- dad autónoma de Melilla. Doce kilómetros cuadrados en los que reina el bullicio y la normalidad pese al cóctel de 70 nacionalid­ades entre 80.000 habitantes. “Se habla de presión migratoria como si estuviésem­os todos contra la pared, empujados por hordas de inmigrante­s que nos aplastan, y resulta que nos enteramos de los saltos por las noticias”, comenta el abogado melillense José Alonso.

Aunque trabaja como defensor de derechos humanos en la ciudad, cree que los vecinos “son consciente­s de la problemáti­ca de la alambrada, pero actúan como si no pasara nada”. Otros vecinos creen que al producirse los saltos por la noche o de madrugada y en zonas alejadas a la población –la frontera tiene 17 kilómetros de extensión– apenas se enteran. “No estamos todo el día viendo correr a negros”, apostilla con tono grave Alonso, aunque en los últimos años parece que esa es la imagen que se quiere dar de Melilla. En el último salto de la valla hace unos días lograron entrar de manera ilegal en la ciudad 150 subsaharia­nos.

Daniel N’Duaye cruzó cinco países y malvivió en el monte marroquí Gurugú antes de dar el salto

Los detenidos fueron a parar al centro de inmigrante­s.

“Estamos cansados de que solo se hable de Melilla por este problema”, se lamenta Ana, una melillense que regenta un comercio en el centro de la ciudad. “La presión migratoria la notamos nosotros, pero no sentimos el apoyo del resto de España y de Europa”. Melilla se ha convertido en la escala principal de los inmigrante­s subsaharia­nos para llegar a Europa. Su situación geografía permite que los inmigrante­s puedan acceder a territorio europeo sin tener que cruzar el estrecho y pagar las costosas tasas de las pateras. “Saltar es gratis”, asegura Eugène, camerunés de 29 años que saltó la alambrada el pasado lunes, y aunque dolorido en un dedo por la concertina de la valla, se encuentra bien. Ahora vive en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrante (CETI). “Aquí tengo lo necesario para vivir”, y aunque todavía no se ha comunicado con su familia, habla con aprensión de un viaje de dos años donde asegura que ha sufrido persecucio­nes, arrestos y calamidade­s, sobre todo en el monte que rodea a Melilla, el Gurugú. “La situación económica y social en Camerún es el motivo por el que cogí la carretera y vine aquí, tengo que ayudar a mi familia” manifiesta, satisfecho de haber podido llegar a Melilla. Daniel N’Duaye enumera los países que ha tenido que recorrer hasta llegar. Cinco en total en su periplo de Camerún a Marruecos. Y en todos ellos ha tenido que pagar mordidas a funcionari­os corruptos que le exigían dinero para dejarle pasar. Como Eugène, guarda un recuerdo horrible de su estancia en el monte Gurugú. “Los gendarmes marroquíes llegaban una y otra vez, nos molían a palos y nos robaban lo poco que teníamos”... Historias desesperad­as, pero historias vivas.

 ?? MARINA SÁNCHEZ ?? “Podía haber sido yo”.
Mamadou Simakha, que llegó a Ceuta en una zodiac hace cinco meses, homenajeó esta semana a los inmigrante­s muertos el 6 de febrero: aguarda su futuro en el centro de estancia temporal junto a 570 compañeros
MARINA SÁNCHEZ “Podía haber sido yo”. Mamadou Simakha, que llegó a Ceuta en una zodiac hace cinco meses, homenajeó esta semana a los inmigrante­s muertos el 6 de febrero: aguarda su futuro en el centro de estancia temporal junto a 570 compañeros

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