Retorno a Montserrat
Los monjes, que se habían dispersado para eludir la violencia anticlerical, volvieron a la abadía días antes que las tropas franquistas
Se arriesgaron a regresar antes de que llegara la tropa. Cuando los primeros monjes volvieron a Montserrat en los últimos días de enero de 1939, con Barcelona ya en manos de las tropas de Franco y el ejército republicano batiéndose en retirada, la abadía y la montaña eran, de facto, tierra de nadie. Emprender el ascenso al monasterio durante esos postreros coletazos de la Guerra Civil requería dosis de valor; imposible saber qué peligros o qué seguridades les aguardaban arriba.
El lugar –que la Generalitat había requisado al estallar la contienda para intentar protegerlo de saqueo y destrucción– acababa de ser abandonado por sus últimos ocupantes: los mandos, los médicos y los heridos del hospital militar instalado en estos parajes desde hacía un año. Pero el abad Antoni M. Marcet, que residía con una veintena de monjes en el balneario navarro de Belascoain, en la España nacional, temía que si el ejército franquista encontraba al llegar un monasterio vacío, tomaría decisiones adversas para el futuro de la comunidad, y podía incluso en-
tregárselo a otra orden religiosa.
Por eso despachó hacia Montserrat a una avanzadilla de monjes, y otros fueron llegando también espontáneamente. Según detalla el benedictino Josep Massot i Muntaner en su libro Església i societat a la Catalunya contempo
rània (Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2003), el 28 de enero de 1939 llegó al cenobio el hermano Ildefons Llobet; el 29, el padre Sever Renyé; y en la tarde de ese mismo día arribaron Aureli M. Escarré –futuro abad–, Reinald Bozzo y Andreu Ripol.
“El refectorio había sido utilizado como sala de operaciones, y los que se marcharon lo dejaron todo tal cual; así que los monjes encontraron vendas y material sanitario”, aclara Josep Massot, de 72 años, durante una entrevista en la abadía. Massot, que ni había nacido cuando se produjeron es- tos hechos, ha revisado testimonios orales y escritos de la época.
Aunque durante la guerra había habido culto clandestino, la noche del 29 de enero se volvió a entonar abiertamente el Virolai, según aseguraba el fallecido periodista Josep Pernau en su libro
Diari de la caiguda de Catalunya (B, 1989), en el que recalcaba cómo esos pocos monjes se pasaron horas cerrando puertas y ventanas. “Todo ha estado abierto durante seis días, desde que fue evacuado el hospital de convalecencia y recuperación”, escribió Pernau en el dietario. Desde que en marzo de 1938 una parte del monasterio había sido convertida en hospital militar, estaban al mando su director, el médico Josep Riu Porta, y el comisario político, Frederic Muñoz. Para entonces, el delegado de la Generalitat, Car- les Gerhard –que también se denominaba comisario–, había visto mermada su autoridad real.
Fue Gerhard quien estuvo más tiempo en ese puesto, y quien estuvo hasta el final; antes lo tuvieron brevemente Joan Soler i Pla y Joan Puig i Ferreter. En los primeros días de furia anticlerical de 1936, la presencia de mossos d’esquadra gracias al delegado, junto al concurso de algunos civiles sensatos, impidió que el comité de Monistrol incendiara el monasterio y el santuario. “La basílica de Montserrat es la única iglesia de Catalunya que no sufrió el menor rasguño”, recalca Massot.
Pero hubo pillaje y destrozos, entre ellos el de las esculturas del vía crucis monumental, obra de los arquitectos Enric Sagnier y Eduard Mercader y de los escultores Eusebi Arnau y Joan Pujol. Gerhard decidió sacrificarlas porque, a su entender, eran feas, y salvar así los misterios del Rosario de “la obsesión de los de Monistrol, que insistían en reclamar la ‘limpieza’ de la montaña”, según cuenta en sus memorias.
Con todo, como el abad Marcet –que volvió el 7 de febrero– explicaría por carta ese mismo año a la orden benedictina, la basílica estaba casi intacta, y el monasterio y los anexos podían repararse. El día 1 de febrero llegaron con la tropa franquista dos agentes del Servicio de Recuperación Artística. Fotos del archivo del monasterio fechadas el 3 de febrero muestran a Escarré y a Bozzo (aún vestido de militar, pues era capellán castrense nacional) con otros dos monjes en el claustro gótico, y en el jardín con monjes, algunos también de militar.
De hecho, en los momentos finales había pendido sobre el monasterio y el santuario un gravísimo riesgo. El hospital que albergaba, llamado Clínica Z y dependiente del Ejército del Este, llegó a tener tres mil camas. Cuando sus responsables recibieron la orden militar de evacuar el recinto, recibieron también el mandato típico de toda retirada de volar las instalaciones. Pero, pese a tener la dinamita necesaria, el doctor Riu y el comisario Muñoz se pu- sieron de acuerdo para no cumplir la orden. “En conversaciones separadas, los dos me dijeron lo mismo”, evoca Massot. Al marcharse el convoy, se llevaron cuadros y la imagen de la Virgen de Montserrat –que creían auténtica– “para protegerlos, como demuestra el hecho de que dejaron las piezas a salvo en Figueres antes de proseguir su camino hacia la frontera francesa”, añade.
Pero esa imagen era una réplica; la verdadera, la talla románica en madera del siglo XII, estaba escondida en la propia abadía desde el inicio de la guerra. Nadie se percató de que estaba allí enterrada, en un almacén de trastos que ya no existe, y que forma parte ahora de la llamada sala gótica. Al visitar ese espacio en la actualidad, cuesta imaginarse que fue durante casi tres años el escondrijo de la Virgen de Montserrat. Al comienzo de la “recuperación de Montserrat” (así llama la comunidad ese momento) se instaló un oratorio con la imagen en una sala de la portería.
Por cartas de monjes que residían fuera del país, y por la crónica escrita de la abadía, la comunidad ha podido reconstruir con bastante fiabilidad lo ocurrido en aquel final anunciado. En fecha tan cercana a la derrota como el 21 de enero de 1939, el general republicano Vicente Rojo dio todavía la orden de resistir en Montserrat, también porque el bando franquista lo consideraba una línea de defensa infranqueable. De hecho, el cuerpo de ejército na
cional de Aragón y las tropas voluntarias italianas marcharon de Cervera a Calaf y Manresa, “abandonando la carretera general y
adentrándose por las montañas con la intención de rodear y eludir la áspera y fragosa comarca del Bruch (sic) y Montserrat, reducto tradicional y prácticamente inexpugnable de la defensa catalana”, como indica Ramón Salas Larrazábal en su libro de 1973 Historia del ejército popular de la
República (reeditado por La Esfera de los Libros, 2006).
En cierto sentido, sobre la montaña y la comarca planeaba la reputación defensiva adquirida siglo y medio atrás en la guerra de la Independencia librada contra los franceses. Ya en el lugar, los mandos franquistas estaban convencidos de que había republicanos emboscados en la montaña, e hicieron batidas para atraparlos, incluso con apoyo aéreo. Pero no dieron con nadie. La guerra en Montserrat había terminado.