La Vanguardia (1ª edición)

Sopa de ajo con nostalgia imperial

Los 333 años de dominio español dejan una herencia ambivalent­e

- EUSEBIO VAL

Juan José Berenguer-Testa propone la sopa de ajo y los otros dos comensales aceptamos. “Por el menú, España sigue aquí”, bromea. Estamos en el Casino Español de Manila, un establecim­iento que sobrelleva con dignidad su decadencia. Hubo un tiempo en que era uno de los locales más de moda en la ciudad, escenario obligado de banquetes de boda y de puestas de largo.

Tanto Berenguer-Testa, de 71 años, como su amigo José Rivera, de 76, nacieron en Filipinas. El primero, en Bais (provincia de Negros Oriental); el segundo, en Manila. Los padres de ambos trabajaban en la Compañía General de Tabacos de Filipinas, una sociedad que tenía su cuartel general en la Rambla de Barcelona y que se dedicaba a mucho más que el tabaco. En el caso de Rivera, ya su bisabuelo, Antonio Correa, se instaló en las islas en tiempos de la colonia.

Berenguer-Testa y Rivera pasaron la parte más dura de la II Guerra Mundial en Manila. Luego vivieron periodos en España. Juan José estuvo interno en los Escolapios de Sarrià y comenzó a estudiar para perito agrónomo en la Escola Industrial. Rivera volvió a Filipinas en 1964 para organizar el Opus Dei.

El paseo por el casino descubre varios nombres catalanes entre los retratos de presidente­s: Ramon Barata, Ignacio Planas, Alejandro Ros de Lacour. Por influencia vasca, hay un frontón. En el salón de baile conservan los escudos de las provincias. Y enmarcado se custodia un documento muy valioso para inyectar aquel patriotism­o de otros tiempos. Se trata del decreto firmado por el primer presidente de Filipinas, Emilio Aguinaldo, en el que reconocía el valor del destaca- mento militar español que resistió casi un año entero sitiado, en Baler –los famosos “últimos de Filipinas”–, entre 1898 y 1899, porque no sabían o no querían creerse que España había perdido la guerra contra Estados Unidos. Aguinaldo les reconoció su valor, como “hijos del Cid y de Pelayo”, no quiso tratarlos como prisionero­s y permitió su repatriaci­ón.

“La imagen de España aquí es muy buena, lo que ocurre es que siempre hay políticos e historiado­res que tuercen las cosas al revés”, sostiene Berenguer-Testa, que regenta una agencia de viajes. “Existe una leyenda negra”, apostilla Rivera.

Recorriend­o Intramuros, el barrio histórico de Manila, las huellas de 333 años de colonizaci­ón (1565-1898) son evidentes, empezando por las murallas y las torretas de observació­n, muy parecidas a las de los fuertes de Puerto Rico o de San Agustín (Florida). España está presente en el vigor de la religión católica, en los nombres de las calles y de las personas (los misioneros bautizaban siguiendo el abecedario, a cada pueblo le asignaban una letra y a todos sus habitantes les ponían nombres que empezaban por ella). En Intramuros hay estatuas de Felipe II, Carlos III e Isabel II. Y en la iglesia de San Agustín está enterrado el fundador de Manila, Miguel López de Legazpi.

Un episodio aún provoca pesadillas a los hispanofil­ipinos como Berenguer-Testa y Rivera. Los dos sobrevivie­ron casi de milagro, con sus familias, al fatídico mes de febrero de 1945, el cruel epílogo de la ocupación japonesa. Se calcula que murieron

“La imagen de España es muy buena, pero siempre hay políticos e historiado­res que tuercen las cosas”

100.000 civiles por la represión salvaje de los nipones y por los bombardeos estadounid­enses. En un libro publicado pocos años después de la contienda por el periodista catalán Antonio Pérez de Olaguer, El terror amarillo en Filipinas, se detallan las ejecucione­s sumarias y las matanzas colectivas de mujeres y niños, a bayonetazo­s. La presencia española, ya diezmada después de 1898, recibió otro golpe, casi letal. Pero en el Casino Español, ahora más mestizo y frecuentad­o también por chinos, se sigue comiendo bien, no sólo sopa de ajo.

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EUSEBIO VAL José Rivera, en Intramuros, el centro histórico de Manila

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