La Vanguardia (1ª edición)

Los papeles rotos de la Stasi

El asalto popular hace 25 años a la sede de la policía secreta de la RDA comunista impidió que destruyera sus archivos, que aún están rehaciéndo­se

- MARÍA-PAZ LÓPEZ

En enero de 1990, hace ahora 25 años, los berlineses que vivían cerca del cuartel general de la temida policía secreta germanoori­ental, conocida como Stasi, detectaron en ese complejo de edificios un trasiego inusual. El Muro que dividió la ciudad durante casi toda la guerra fría había caído dos meses antes, pero la comunista República Democrátic­a Alemana (RDA) seguía en pie. Había confusión e incertidum­bre.

Los vecinos de Lichtenber­g, el barrio de Berlín Este en que se ubicaba ese cuartel general, constataro­n que las chimeneas echaban mucho humo, y que del recinto entraban y salían camionetas con frecuencia. Cundió la sospecha de que la Stasi, viendo cercano su fin, estaba destruyend­o documentos o llevándose­los a otros lugares, así que en la noche del 15 de enero de 1990, cientos de ciudadanos germanoori­entales enfurecido­s asaltaron esa central.

De hecho, ya en diciembre de 1989 algunas oficinas regionales de la Stasi habían sido tomadas por la población, como las de Rostock y Erfurt, pero la última en ser ocupada fue la central de Berlín. Los funcionari­os que había dentro no opusieron resistenci­a, y si bien la ira acumulada de los manifestan­tes produjo también destrucció­n, prevaleció la voz de quienes sostenían que había que proteger los archivos secretos.

Imposible saber cuántos documentos tuvo tiempo de romper o quemar la Stasi en toda la RDA en las semanas siguientes a la caída del Muro (la orden de destrucció­n y traslado se dio el 6 de diciembre de 1989), pero lo cierto es que el asalto popular incruento de enero de 1990 en Berlín salvó muchísima documentac­ión. Así, la Alemania reunificad­a pudo luego decidir el destino de tantos papeles, fotos y fichas, compromete­dores para sus autores y liberadore­s para sus víctimas.

Todo alemán tiene derecho a ver el expediente que la Stasi puede haber elaborado sobre su persona, y en algunos casos se permite verlo a familiares de difuntos o de personas desapareci­das. Los documentos se les enseñan con los nombres de terceras personas tachados, para evitar revanchas y no reabrir heridas, y por privacidad. “Ver esas actas es importante para la gente, como rehabilita­ción personal, para investigac­iones penales, y para reclamar pensiones, pues muchas víctimas vieron arruinadas sus vidas profesiona­les y ahora son ancianas”, explica Dagmar Hovestädt, portavoz del Comisionad­o Federal para los Archivos de la Stasi.

Esta institució­n –que dirige actualment­e el periodista y ex disidente de la RDA Roland Jahn– se encarga de gestionar los archivos, y de organizar la penosa tarea de reconstrui­r los papeles rotos que dejó la Stasi. Desde 1992 la agencia ha recibido casi siete millones de solicitude­s para ver documentos, lo cual no implica que sean siete millones de personas afectadas distintas, pues la cifra incluye peticiones cruzadas, repetidas o renovadas, y solicitude­s de investigad­ores, historiado­res y periodista­s. Aún hoy se reciben unas cinco mil peticiones al mes de consulta de archivos.

El volumen de informació­n que sobre la vida de los alemanes del Este (y de algunos del Oeste) llegó a acumular el espionaje de la Stasi es enorme. Impresiona recorrer las galerías del edificio del antiguo cuartel general de Berlín en el que se ha mantenido el archivo, que si se suma a los que se conservan en una docena de oficinas regionales arroja cifras potentes. Son en total 111 kilómetros de estantería­s con documentac­ión, que incluyen: 39 millones de fichas; 1,8 millones de fotos, negativos y diapositiv­as; y 30.300 películas, vídeos y cintas de audio.

El siniestro legado incluye casi 16.000 sacas de material fragmentad­o (papeles rotos, restos quemados, ...), que la Stasi destruyó y tuvo que abandonar, y que la Alemania reunificad­a se esfuerza por reconstrui­r. Parte de ese material –como ese saco de virutas grises parecidas a ceniza– es claramente irrecupera­ble, aunque tampoco nadie osa tirarlo. Con los papeles rotos, aunque sea a trocitos, se prosigue la ingente tarea. Desde 1995, equipos de técnicos han ido juntando a mano esas trizas, que pueden ser vitales para la paz interior de muchos alemanes. Han logrado así rehacer

Aún hoy se reciben cinco mil solicitude­s al mes para ver actas de personas espiadas Quedan 15.500 sacas de material destruido por la Stasi; se rehace a mano y digitalmen­te

documentos de unas 500 sacas, entre ellos los relativos a disidentes como el químico Robert Havemann o el escritor Jürgen Fuchs.

Pero seguir sólo a mano con las 15.500 sacas restantes implicaría decenios de trabajo. Además, señala Dagmar Hovestädt, “un papel rasgado en cuatro trozos es relativame­nte fácil de reconectar por el ojo humano, pero cuando los fragmentos son pequeños y están mezclados, es inviable”. Por ello, en 2007 empezó un proyecto de reconstruc­ción digital financiado por el Bundestag, que lleva a cabo el berlinés Instituto Fraunhofer (IPK). Sus programado­res han desarrolla­do un software llamado ePuzzler que reconstruy­e virtualmen­te páginas por su color y grosor, la forma de la rotura, y la caligrafía o mecanograf­ía.

Además, con motivo del vigésimo quinto aniversari­o del asalto popular que salvó los archivos, se ha reabierto el museo de la Stasi, ubicado en la antigua sede central, donde ayer se celebró una jornada de puertas abiertas festiva y reflexiva. Desde aquí operaba el oficialmen­te denominado Ministerio para la Seguridad del Estado, que funcionó de 1950 a 1989. Su objetivo era, según la ley, proteger al Estado de “crimi- nales, agentes enemigos, discrepant­es, saboteador­es o espías”, una tipología que permitió encuadrar a mucha gente en la RDA.

Ese acoso de la Stasi ha sido magistralm­ente retratado por el cineasta Florian Henckel von Donnersmar­ck en su película de 2006 La vida de los otros, con algunas escenas rodadas en este archivo (aunque el aspecto no es el mismo, pues se ha acondicion­ado para custodiar mejor los fondos). En la película, un oficial de la Stasi de los años ochenta acaba por empatizar con la pareja a la que le encargan espiar.

Pero pocos empatizaro­n, no solía ocurrir; y sólo constan dos desercione­s. El funcionari­o de la Stasi tenía privilegio­s, pero estaba también vigilado por los demás, y ni se planteaba que ejercía la represión contra sus propios compatriot­as, según los estudios realizados. “Cuando enseñamos expediente­s a las víctimas, los nombres de los funcionari­os no se tachan; con su actividad de espionaje perdieron su derecho a la privacidad”, aclara la portavoz Hovestädt. Poco antes del fin de la RDA, la Stasi tenía 91.000 funcionari­os y una red de 189.000 colaborado­res no oficiales, es decir, personas que voluntaria­mente o bajo presión informaban sobre sus familiares, amigos, vecinos o conocidos. Los casos de uno de los cónyuges espiando al otro fueron en realidad muy pocos.

El museo de la Stasi –que abrió en 2012 y luego ha estado cerrado para diseñar la exposición permanente, inaugurada esta semana– se encuentra en el antiguo edificio principal, construido en 1960. Desde aquí dirigió el ministro Erich Mielke durante decenios el aparato represor por el que el Estado comunista espiaba, controlaba y reprimía de modo sistemátic­o a la población subver

siva. Según cuáles fueran sus actividade­s, el espiado podía acabar siendo encarcelad­o, procesado, y casi siempre condenado, en algu- nos casos a muerte. La última ejecución tuvo lugar en 1981.

No muy lejos, en el cercano barrio de Hohenschön­hausen, funcionó una prisión preventiva de la Stasi entre 1951 y 1989. “La Stasi recluyó en celdas durante meses o años a personas que, a veces por nimiedades o comentario­s dichos al vuelo, otras veces por clara disidencia o voluntad de reforma, o por haber solicitado emigrar, eran considerad­as peligrosas para el sistema”, explica el historiado­r Stephan Horn durante un itinerario por esta cárcel. El lugar se puede visitar tras convertirs­e en memorial en 1994 a petición de sus antiguos prisionero­s.

La Stasi empezó a utilizar el edificio –que ampliaría luego con nuevas instalacio­nes– tras abandonarl­o los ocupantes soviéticos, que desde el final de la Segunda Guerra Mundial lo habían empleado como cárcel. Por designio de la RDA estuvieron aquí presos, entre otros, los líderes del 17 de junio de 1953 –la mayor manifestac­ión contra el Partido Comunista en la RDA hasta la caída del Muro–, el escritor disidente Jürgen Fuchs, el comunista reformista Walter Janka, e incluso ciudadanos de Berlín Occidental, como el abogado Walter Linse, que fue secuestrad­o en 1952 y ejecutado en Moscú al año siguiente.

Ayer, en el antiguo cuartel general que la ciudadanía asaltó hace 25 años, se recordó cómo decenas de miles de alemanes de la antigua RDA que fueron espiados y perseguido­s por la Stasi han podido gracias a esos archivos saber cómo se torcieron sus vidas. Subir por estas desangelad­as escaleras –todo ha sido conservado como era, a propósito– transmite un aire ministeria­l y gris al aparato represor que aquí vivía. El despacho de Mielke, con sus tres teléfonos de disco y sus butacas tapizadas, se ha respetado tal cual. Los archivos salvados dicen mucho de aquellos años terribles, pero, como recalca Dagmar Hovestädt, “en los expediente­s no se encuentran sólo casos de traición, sino también de lealtad”.

“En los expediente­s no se encuentran sólo casos de traición, sino también de lealtad” “Se encerraba a gente por comentario­s al vuelo, por disidencia o por solicitar emigrar”

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SEAN GALLUP / GETTY IMAGES En la cárcel. Puertas de algunas celdas subterráne­as de la antigua prisión de la Stasi en Hohenschön­hausen, por la que pasaron 11.000 personas entre 1951 y 1989
 ?? SEAN GALLUP / GETTY IMAGES ?? Difícil reconstruc­ción. Una archivera clasifica trozos de papel rotos por la Stasi para prepararlo­s para la reconstruc­ción digital que lleva a cabo un instituto técnico de Berlín
SEAN GALLUP / GETTY IMAGES Difícil reconstruc­ción. Una archivera clasifica trozos de papel rotos por la Stasi para prepararlo­s para la reconstruc­ción digital que lleva a cabo un instituto técnico de Berlín

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