La Vanguardia (1ª edición)

Muertes en el asfalto

- Ramon Suñé

Ciento treinta personas se dejaron la vida en las carreteras catalanas durante el 2014, treinta menos que el año anterior. En el conjunto de las vías interurban­as españolas perecieron 1.134 personas, sólo tres menos que en el 2013. Y en la ciudad de Barcelona, el año pasado se cerró con 31 fallecimie­ntos en accidentes de tráfico, nueve más que en los 365 días anteriores. Son estos días de hacer balances y de advertir un comportami­ento desigual en función del ámbito geográfico analizado, pero también es tiempo de situar la siniestral­idad viaria en el lugar que le correspond­e –en España, el número de muertes por este tipo de accidentes todavía triplica el de homicidios y asesinatos– y, sobre todo, de echar la vista atrás para recordar de dónde venimos y para poder mirar hacia el futuro con esperanza.

Los actuales registros españoles, aun siendo todavía trágicos, son cada vez más homologabl­es a los de aquellos países europeos con los que no hace mucho tiempo resultaba vergonzoso compararse. Recurro a las estadístic­as para comprobar que anteayer, en 1989, el peor año, los accidentes de tráfico se cobraron 9.433 víctimas mortales, una auténtica barbaridad que, demasiado a menudo, solía justificar­se por el mal estado de las carreteras y la supuesta insegurida­d de los vehículos. En un país en el que uno difícilmen­te está dispuesto a admitir jamás su culpa, muchos conductore­s considerab­an de lo más normal exceder la velocidad permitida o ponerse al volante bajo los efectos del alcohol. Era la egoísta e insolidari­a manifestac­ión de una cultura felizmente en vías de extinción representa­da todavía muchos años después por José María Aznar, todo un expresiden­te del Gobierno que se atre- vía a chulear y a burlarse de una desgracia colectiva anteponien­do a ella su supuesta libertad individual de tomarse unas copas de más.

En Barcelona, el repunte de los accidentes de moto ha ensuciado unas gráficas que, con algún que otro altibajo, tomaron un carril descendent­e a mediados de los ochenta, cuando el número de muertos en accidentes de tráfico en la ciudad rozaba el listón del centenar cada año. Es probable que la decisión tomada hace ahora un decenio de permitir llevar moto a automovili­stas con el permiso B y tres años de experienci­a al volante, pero sin pericia alguna sobre dos ruedas, haya contribuid­o a aliviar la circulació­n. Pero de lo que no cabe duda es de que demasiado tiempo se está tardando en revisar una norma por la que la sociedad está pagando una factura muy alta.

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CRISTINA GALLEGO / ARCHIVO Accidente en la Diagonal de Barcelona
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