El mito ilustrado
Ante la conmoción provocada por los asesinatos de París, los publicistas han corrido a buscar amparo moral en los valores europeos que supuestamente configuran nuestra conciencia colectiva. Pero, como siempre, lo están haciendo a través del espejo deformante que nos permite respirar aliviados al reflejar una imagen falaz del otro: la del bárbaro, el emigrante, el musulmán…
Desde una lógica de simetría, lo primero que se nos debería ocurrir es contraponer al espejo de ese otro nuestra condición paneuropea de cristianos, pero la sangrienta historia del cristianismo no nos concede demasiada belleza comparativa. No podemos recurrir a Satanás para expulsar a los demonios. También podríamos haber recurrido al espejo del capitalismo, otro rasgo paneuropeo típico, pero no parece que una exaltación del mercado pueda desencadenar el orgullo fervoroso de la mayor parte de la población. Al final, hemos hallado una solución de compromiso recurriendo al espejo de la Ilustración, que ni refleja un movimiento paneuropeo ni traduce un pensamiento original. En el siglo XVIII, los intelectuales británicos eran economistas políticos exclusivamente preocupados por la libertad del comercio, los de lengua alemana eran cameralistas, azuzados por sus príncipes para conseguir mayores impuestos, los españoles eran todavía arbitristas aterrados y los franceses eran… philosophes. A estos últimos son a los que, en realidad, quieren referirse los articulistas. Es cierto que la mayoría de los philosophes atacaron el fundamentalismo de las iglesias cristianas, denunciando las supercherías del dogma católico y la farsa de los milagros, pero, sobre todo, lo que hicieron fue combatir el poder material de la Iglesia galicana aliándose con la burguesía financiera en la lucha por el poder político. Los philosophes fueron los portavoces de los valores burgueses y pusieron a su disposición la defensa de la razón frente a los argumentos de autoridad de los estamentos privilegiados. Estaban por la libertad (sobre todo económica) pero no les interesaba la fraternidad ni, mucho menos, la igualdad. Otra cosa son sus declamaciones públicas y sus arrebatos humanistas en los elegantes salones de París, o en casa del barón de Holbach. Eran, en su mayoría, conservadores, reaccionarios y, muchos, oscurantistas, como Voltaire, príncipe de los philosophes, epítome del hombre ilustrado, genio de las letras, ególatra, narcisista, prestamista, especulador y corrupto. Sus convicciones políticas eran serias: “El género humano no puede existir sin una infinidad de hombres que
Inventamos una Ilustración que no fue: eran reaccionarios y hasta oscurantistas, como Voltaire
no posean absolutamente nada”. Por eso “no me interesa la canalla, ya que seguirá siendo canalla”.
Corremos el peligro de creernos los mitos que hemos construido (como el de la Ilustración) para parecer distintos, mejores, que los otros. Pero ya no hay otros, sino que todos formamos parte de una sociedad universal que debemos liberar de extremismos laicos o religiosos. Una sociedad universal basada en una ética de justicia, solidaridad y, sobre todo, igualdad, porque la igualdad es –como decía Spinoza– el primer principio de una política legítima.